el mago del cuento... soy yo

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autorretrato inédito en libro, inicialmente concebido para "Sopa de sol"

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miércoles, 19 de noviembre de 2014

La ley de gravedad literaria

J.Franz Newton, padre de la fisicaficción moderna, descubrió la ley de gravedad literaria el día en que, sentado bajo un árbol, le cayó un libro en la cabeza. 


El chichón que le salió era proporcional al peso de la obra, y el escritor y futuro teórico comprendió que la huella que deja un libro en la vida intelectual y en el bagaje emocional de todo individuo es directamente proporcional a la importancia de las obras que aterrizan en su cabeza. 

De ahí la importancia de leer buenos libros.

No se ha divulgado el título del libro que propició el genial descubrimiento de J.Franz Newton, pero sí se sabe que la tapa reproducía, con gran realismo, una manzana.


domingo, 17 de agosto de 2014

Mis últimos trabajos cubanos

En los primeros meses de 1989 decidí partir de Cuba hacia Brasil, donde residía mi esposa francesa (nos habíamos casado el 26 de enero en La Habana). Continué con mi labor de escritor hasta la víspera de mi viaje (el 21 de junio de 1989). Pero aquellos últimos textos conocerían sobresaltos, puesto que los firmaba un "exiliado"...


En aquellos tiempos tecleé en esta máquina portátil olivetti (regalo de una amiga argentina) los primeros cuentos de lo que sería mi tercer libro; aparecido primero en traducción brasileña como Era uma vez um jovem mago (Editora Moderna. São Paulo, 1991).





















La  versión definitiva (reordenada, corregida y completada con tres textos) apareció como Los cuentos del mago y el mago del cuento (Ediciones de la Torre. Madrid, 1995). Inédito en Cuba, este libro me procuró, no obstante, el primero de mis seis premios La Rosa Blanca, que la Sección de Litertura Infantil de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba otorga a los mejores libros infantiles publicados en el año por autores cubanos.



Tres de esos cuentos, "El paraguas amarillo", "La ronda de la calabaza" y "Había una vez un joven mago" se han publicado, de manera dispersa, en la revista Contacto (Santa Clara, 1990) y la antología La isla de los sombreros mágicos, tomo 2. Editorial Abril. La Habana, 2012)



Igualmente terminaba entonces mi última novela radial, "Campamento en Costa Rara", que Radio Progreso (La Habana) transmitiría casi un año después... disimulando un poco mi nombre (única vez en que un trabajo mío fue atribuido a "Franz Rosell"). La precaución era habitual con los escritores que partían a instalarse en el extranjero y que no se habían declarado disidentes, caso en el cual la censura era total. Por la misma época se hizo algo parecido con un artículo sobre la novela detectivesca infantil que yo había dejado en la revista Letras Cubanas. Como era tarde para suprimirlo, suprimieron mi apellido (es mi único trabajo publicado como "Joel Franz").



Eran tiempos en que se componía al linotipo y en el índice (al final) se ve perfectamente que faltan cinco caracteres en la línea.


lunes, 11 de agosto de 2014

cuento de verano: Sheila Jólmez y el caso "Polo Norte"

este cuento pertenece a la serie
"Aventuras de Sheila Jólmez y el docto Juancho"
en proceso de publicación(*)


EL CASO “POLO NORTE



¡Sheila, Juancho, corran…! ¡Ahí vuelve el teniente!
Sheila abandonó el piano y yo dejé mi rompecabezas. La cosa era urgente y bajamos a la calle, saltando los escalones de dos en dos.
Cuando llegamos, el montón de curiosos que permanecía frente a la fábrica de hielo “Polo Norte”, se abría para dar paso a los dos hombres uniformados y al perro que acababan de salir de un patrullero de la policía municipal.
–¿En qué quedaron? –nos preguntó el chico que acababa de llamarnos–. ¿El culpable es Pata'e Plomo o Nadita?
Sheila se sacó el chupa-chups que como siempre llevaba en la boca y declaró:
–Nadita.
Yo metí los pulgares metidos en la faja de mi bermuda, que me apretaba un poco la panza, y afirmé:
–Pata'e Plomo.
–O sea que estamos en las mismas –resumió Polito, así conocido porque a su padre, el gerente de la fábrica, todos lo llamaban su apellido, que era (¡elemental, querido lector!): Polo.
–No estamos en las mismas –le aclaré–. Yo he explicado mi deducción, mientras que mi dilecta colega se niega a exponer los intersticios de su razonamiento.
Bueno, lo reconozco, me encanta usar un lenguaje distinto al de todo el mundo. Es por eso que me dicen el docto. “Dilecta” e “intersticio” son palabras las había descubierto recientemente el diccionario.
–Mi querido Juancho –replicó Sheila, agitando el chupa-chups como hacía nuestra profesora de matemáticas con su regla–. Yo sí he dicho en qué elementos apoyo mi deducción. Pero como no di detalles, tú no te has percatado…
Sé que lo hace para burlarse de mí. Pero por más que lo intente, Sheila no habla como los libros.
–¡Pues explica, explica! –pidió Polito–. Pero habla claro.
Antes de que oigas la explicación que dio Sheila Jólmez, voy a contarte como ella y yo nos vimos involucrados en este caso.


cuatro horas antes

Aquel lunes de agosto, Polo había sido, como de costumbre, el primero en llegar a la fábrica de hielo. Desde el inicio de las vacaciones, Polito lo acompañaba y, mientras su padre revisaba el funcionamiento de la nueva máquina de hacer hielo, él abría el portón que daba a la calle y la puerta del patio. Entonces nos llamaba, puesto que mi casa estaba separada de la fábrica por el altísimo muro de nuestro patio interior, y la casa de Sheila, en los altos, tenía varias ventanas que miraban igualmente hacia la trasera de la vieja fábrica de hielo.
Polito, Sheila y yo asistimos al mismo colegio, pero no estamos en el mismo grado. Por eso el patio de la fábrica era el único lugar donde nos reuníamos. ¿Qué mejor terreno de juegos que el cobertizo donde se oxidaban las máquinas de la época en que los bloques de hielo de “Polo Norte” eran utilizados por la mitad de los bares y cafés de la ciudad?
Ahora todo el mundo tiene neveras eléctricas y los únicos clientes de “Polo Norte” son los vendedores ambulantes, algunas pescaderías y otros negocios a los que, por diversa razón, no les basta con la electricidad para enfriar su mercancía. 
Ya no estábamos en edad de jugar a los escondidos o a la guerra de las galaxias, pero le dábamos vuelta al proyecto de echar a andar de nuevo alguna de aquellas máquina… aunque todavía no sabíamos exactamente para qué y mucho menos cómo. Pero Polo nos dejaba en paz y se ocupaba de comprobar que durante la noche la nueva máquina había renovado la reserva de bloques de hielo, de un metro de alto y medio metro de lado, que sus clientes rompían en pedazos o se llevaban enteros.

Los lunes, había menos trabajo en “Polo Norte”. Muchos negocios descansaban ese día de la intensa actividad dominical, o abrían solo por la tarde. Así que los clientes, más escasos que de costumbre, no aparecían hasta bien entrada la mañana.
Pero el lunes de este cuento, al gerente lo esperaba una desagradable sorpresa: la puerta de su oficina estaba abierta, la cerradura arrancada y la "caja fuerte" vacía.
–¡Concho! –gimió Polo–. ¡La caja fue-fuerte...!
–¿Ladrones? –preguntamos nosotros, y nos acercamos a mirar.
–¡No toquen nada! –nos advirtió–. Voy a avisar a la policía.
Dentro de la fábrica, la cobertura era mala, y Polo corrió a la calle, celular en mano, para hacer su importante llamada.
Los ojos de Sheila Jólmez brillaron como cada vez que se sentía “la más joven detective del mundo”.
–¡Es nuestra oportunidad! –dijo.
–¡Investiguemos! –repliqué.
–Pero no pueden entrar en la oficina –nos recordó Polito.
–¡Ni que hiciera falta para saber que rompieron la cerradura sólo para despistar! –contestó Sheila.
–¿Cómo lo sabes? –se admiró Polito.
–Porque la rompieron después de abierta. Fíjate en el marco de la puerta: si hubieran forzado la cerradura, estaría estropeado en algún sitio.
La oficina quedaba inmediatamente detrás del área de despacho, en el mismo corredor que pasaba ante el local de la nueva máquina de hielo y el depósito de agua. La pieza no tenía otra abertura que la puerta y un ventanuco alto y estrecho, sin barrotes.
–Pasaron por la ventana –dijo Sheila.
–Tiene que ser –confirmó Polito–. La única llave de la oficina la tiene papá, enganchada en la misma cadena que la llave de casa. Nunca se le presta su llavero a nadie, ni siquiera a mi mamá.
–Pero ¿cómo habrán llegado hasta aquí? –pregunté-. A menos que alguien salte el muro que separa a la fábrica de hielo de mi casa, y eso no pudo ocurrir, el portón que da a la calle es la única forma de entrar. ¿Estaba bien cerrado cuando llegaste esta mañana con tu papá?
Polito afirmó con la cabeza
–Entonces…
–¡Elemental, mi querido Juancho! –intervino Sheila Jólmez–. El ladrón es uno de los empleados de la fábrica. Ellos tienen llave del portón, ¿verdad, Polito?
En ese momento los tres dimos un salto: acabábamos de oír un ruido procedente del área de despacho. ¿Habrían llegado ya los empleados? ¿Y si el culpable nos había escuchado?
Respiramos aliviados. En lugar del vigoroso corpachón de Pata'e Plomo, la menuda figura de Nadita o el renqueante esqueleto de María Emilia, quien apareció fue Polo. Resoplaba como si acabara de correr los cien metros planos en nueve segundos.
–Se llevaron la recaudación de sábado y domingo –comentó el gerente, abrumado–. Normalmente solo tendría que estar el dinero del domingo por la tarde, pero este fin de semana tuvimos tanto trabajo que no pude ir al banco... ¡En la caja fue-fuerte había más de cinco mil pesos!
Polito y yo soltamos un silbidito de admiración.
Sheila no le prestó atención a la cifra. Su atención estaba acaparada por un charco de agua, delante de la oficina. En todo el fin de semana no había llovido y en las inmediaciones no había ningún grifo o tubo que hubiese podido gotear, pero… ¿qué importancia podría tener eso?
Más lógico me pareció que Sheila se agachara para examinaba el piso de la oficina. No estaba muy limpio y eso ayudaba a percibir que en la polvorienta superficie no había huellas de humedad: ni delante del buró, ni entre las desfondadas butacas y el armario atestado de facturas viejas. Desde donde nos hallábamos, tampoco conseguimos notar nada de particular ante la caja "fue–fuerte"… como la llamaba Polo, no por nerviosismo ni porque fuera gago, sino porque "fuerte" ya no lo era desde hacía años.
Cuando llegaron los policías, la primera pregunta que le hicieron fue porqué dejaba el dinero en una caja fuerte que no podía resistir el asalto de un ladrón mediocremente equipado.
El pobre Polo balbuceó una tontería:
–Le tenía más confianza a la cerradura de la oficina que a la caja. Y como siempre me llevo la recaudación al banco, no iban a robar precisamente el único día que…
–Ya ve usted que sí –interrumpió el teniente Estrada (así supimos que se llamaba), y soltó una frasecita que, sin dudas, había aprendido en la escuela de policía años atrás–. “Sea cual sea la habilidad del delincuente, la mayoría de los delitos serían imposibles sin un descuido por parte de la víctima”.
A continuación, el teniente Lestrada nos mandó salir a todos. El técnico y él iban a inspeccionar el escenario del crimen.

dos horas después

Sheila, Polito y yo estábamos en la primera fila de curiosos. A través del portón de “Polo Norte” podíamos ver el corredor, donde se activaban los policías, y el área de despacho, donde se habían congregado los empleados de la fábrica. Polo seguía nervioso, Pata’e Plomo miraba a todos lados con su habitual cara de malo, Nadita se limaba las uñas como si allí no pasara nada y María Emilia trataba de no caerse de la butaca giratoria atornillada al suelo, tras el mostrador.
–¿Por qué te quedaste callada?– le pregunté a Sheila–. Explica en qué apoyas tu convicción de que la culpable es Nadita?
Sheila mordió lo que debía quedar de su chupa–chups y, apuntándonos con el palito de la golosina, preguntó:
–¿Estamos de acuerdo en que el ladrón entró a la oficina por la ventana?
–Estamos –respondí–. Por eso hemos eliminado a María Emilia de la lista de sospechosos.
-Con sus años y reumatismos, no está como para andar trepando paredes –se rió Polito-. Y si le hubiera dado un golpe a la cerradura, lo que se hubiera roto en pedazos es su esqueleto.
–Y sin embargo, nada te impide imaginar a Pata'e Plomo metiéndose por esa ventanita alta y estrecha? –me dijo Sheila, siempre apuntándome con el palito del finado chupa-chups.
–Bueno… haciendo un poco de esfuerzo…
–Un "mucho de esfuerzo", dirás. Tendría que poder apoyar los pies en la pared de enfrente para hacer pasar su barrigota por ese hueco.
–¡Pues no creo que le resultara más fácil a Nadita! –le porfié–. El ventanuco está demasiado alto para ella.
–Le bastaría con encaramarse en algo –replicó Sheila Jólmez con una rapidez que demostraba que ya había pensado en ello.
–Pues no veo en qué –terció Polito–. En la fábrica de hielo no hay nada en qué subirse.
En efecto, ni en el área de despacho ni en el pasillo ni en ningún otro lugar, había nada que Nadita hubiera podido poner delante la oficina del administrador para treparse y alcanzar el ventanuco.
–Ahora no –contestó Sheila, imperturbable–. Pero anoche sí había...
–¿Qué? –preguntamos Polito y yo a una sola voz.
Sheila levantó el brazo y apuntó.
Pero antes de que pudiéramos ver a qué se refería, vimos que uno de los policías salía bruscamente de la oficina y atravesaba el pasillo, remolcado por un enorme pastor alemán, amarillo y negro. El perrazo se abalanzó sobre Nadita, ladrándole ferozmente.
El policía tuvo que aferrarse a la correa para que el animal no mordiese a la empleada que, presa de un ataque de nervios, no tardó en confesar que ella era la ladrona y que había roto la cerradura para que las sospechas cayeran sobre Pata’e Plomo u otro cualquiera.
La turba de curiosos se agitó. Algunos comenzaron a insultar a Nadita. Los policías ordenaron silencio, y obligaron al gentío a apartarse de la fábrica de hielo.
Nosotros nos replegamos a la acera de en frente. Allí estábamos tranquilos, a salvo de oídos curiosos. Y Polito preguntó:
–¿Cómo supiste que Nadita era la culpable?
Yo ya tenía una vaga idea y afiné la pregunta:
-¿Por fin vas a explicarnos en qué se subió?
Cuando llega la hora de las explicaciones, Sheila Jólmez siempre se toma su tiempo. Sacó del bolsillo un puñado de chupa–chups, escogió uno de fresa, que es su sabor preferido, lo desenvolvió sin prisas y, solo tras metérselo en la boca, levantó una vez más el brazo. Su dedo índice apuntaba a la fachada de la fábrica.
Polito y yo seguimos su ademán con los ojos, sin comprender.
–Se subió en un bloque de hielo...
Y entonces vimos lo que mirábamos sin ver: los dos rectángulos blancos que encuadraban las grandes letras de “POLO NORTE”. Dos rectángulos que representaban sendos bloques de hielo.
– ¿No recuerdas, Polito, que ayer tu papá protestaba porque “la tonta de Nadita” había reservado el mejor bloque de hielo para un cliente que nunca vino?
–Me acuerdo, sí.
–El cliente era ella misma. Necesitaba ese bloque como escalera…
Respiré a fondo y dije:
–Recapitulemos: Nadita regresó a la fábrica después del cierre, entró con su llave, arrastró el bloque de hielo hasta debajo del ventanuco y entró en la en la oficina. Ella no solo sabía que era muy fácil forzar la caja fue–fuerte, sino que estaba llena como nunca. Después de cometer su fechoría, no se molestó en cambiar de sitio el bloque de hielo porque sabía que el calor de la noche bastaría para derretirlo…  ¡El crimen perfecto, cometido con un arma que se desaparece a sí misma!.
–Si no hubiera sido por el olfato del perro –comentó Polito–. ¿Quién la hubiera descubierto?
Sheila hizo “ejem–ejem” sin sacarse el chupa–chups de la boca, y no me quedó más remedio que declarar:
–¡Quién si no la genial detective Sheila Jólmez, que no deja escapar ningún detalle, ni siquiera un insignificante charco!
Y ella, sin la menor señal de modestia, confirmó:
–¡Elemental, mi querido Juancho!
  

(*) la primera versión de este cuento ha sido publicada en el sitio Papalotero del portal Librínsula, de la Biblioteca Nacional de Cuba  


sábado, 2 de agosto de 2014

lunes, 28 de julio de 2014

Tortkuduk y la risa boba

dibujo no utilizado para el primer libro que ilustré: "Hontzak kontatu zidan" (Desclée. Bilbao, 2006)

Acabo de tener un espléndido ataque de risa boba, yo solo en mi casa, al tratar de pronunciar « Tortkuduk ». ¿Y qué necesidad tengo yo de pronunciar “tortkuduk”? Pues precisamente, ¡ese es el kid de la cuestión! No tengo ninguna necesidad de pronunciar semejante palabra y no tendré probablemente en mi vida ninguna oportunidad de hacerlo. Encontré esa palabra en un artículo sobre las reservas mundiales de uranio fisible (en riguroso déficit dentro de 30 años). Tortkuduk (logro escribirlo sin esbozar siquiera una sonrisa) es una mina de Kazajstán, antigua república soviética del centro de Asia que contiene la segunda reserva mundial (después de Australia) del radiactivo mineral. ¿Y por qué me interesan las reservas de uranio? Pues por nada, por saber. La nota está en un número de diciembre de 2012 que descubrí en mi salón (es una manera de hablar, pues si mi apartamento mide 33 m2, ninguna de sus piezas es digna de ostentar un sufijo aumentativo), de la revista de divulgación científica francesa Sciences et avenir (Ciencia y Futuro). ¡¿Y tú lees revistas científicas?! exclamarán asombrados los que saben que numerosas veces llevé Matemáticas, Física y Química a extraordinario o arrastre, cuando no me obligaron a repetir el año. Pues sí, sobre todo cuando la tapa de la revista anuncia un prometedor trabajo sobre el espacio (en este caso los “agujeros negros”.
“Este muchacho no tiene fundamento”, diría mi tía Estrella, sacudiendo tristemente la cabeza. “¡Agujero negro tienes tú en el cerebro!” replicaría enfurecido mi amigo Ramonín.
¡Na’ -diría el elefantico del cuento- elefantadas mías!  

mi primera máquina (1975-1979)

mi primera máquina (1975-1979)
biblioteca martí, santa clara, cuba, 1993
Comencé a escribir a mano, claro. Primero con lápiz (usaba los de dibujo, de mina muy dura, para no tener que estar sacando punta continuamente; así comencé a gastarme la vista y a los 15 años ya usaba gafas -"espejuelos" decimos en Cuba- de aumento). Luego pasé a los por entonces escasos bolígrafos. Cuando a mediados de los años 1970 quise comenzar a compartir mis escritos con los colegas de taller de escritura o presentarlos a premios literarios, comencé por acudir a alguna colega o amiga mecanógrafa. Una bibliotecaria de Sala Juvenil de la Biblioteca Provincial de Santa Clara tecleó mi primera novela (que ilustré... a mano, claro) y mandé al Premio UNEAC 1977. Pero mis obras eran largas y ella tenía mucho trabajo. Así comencé a teclear yo mismo en la Underwood de la foto: una máquina prehistórica, pero muy bien cuidada y de tipos redondos.
Fue al año siguiente que un amigo mexicano que partía de vacaciones, me dejó su moderna máquina portátil. En ella aprendí a teclear según las reglas del arte y mecanografié mi segunda novela, por primera vez de la primera a la última letra.
De mis máquinas posteriores no guardé ni el recuerdo de una foto, y tampoco de la máquina electrónica que utilicé durante mi estancia en Brasil '1989-1991) ni de mi primer ordenador, un Compaq portable que me acompañó 8 años. Pero esta ya es otra historia, porque en él comencé a escribir directamente sobre un teclado; abandonando para siempre la versión manuscrita previa y el enojoso mecanografiado ulterior
Lo dicho; esa es otra historia.

traducido a persa, hindi, coreano, tamul, catalán y tantos otros

traducido a persa, hindi, coreano, tamul, catalán y tantos otros
Olinda, la bella durmiente fue mi primer artículo publicado en el Correo de la UNESCO, me procuró traducciones a decenas de lenguas... en las que a veces ni siquiera supe separar mi nombre del título del artículo

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