el mago del cuento... soy yo

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autorretrato inédito en libro, inicialmente concebido para "Sopa de sol"

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viernes, 20 de marzo de 2015

CÓMO CAZAR UN CUENTO SILVESTRE

Voy a serles sincero; hay muchas formas de hacerse con un cuento, pero sólo una es de probada y durable eficacia cuando se trata de auténticos cuentos silvestres: el cazacuentos.


No me iré por las ramas,  contándoles cómo se encuentra, alimenta y adiestra un cazacuentos. Para empezar, porque es un tema complejo que aburriría soberanamente al auditorio, y para concluir porque los cazacuentos son una especie prácticamente extinguida.

Existe un segundo método que permite, con gran margen de seguridad, la captura de un bello ejemplar de cuento silvestre: hacer sonar un cascabel recién abierto en el momento justo en que aterriza el primer rayo de sol dominical.

Pero ¿quién cultiva cascabeles hoy en día? Las matas de cascabel exigen tantos cuidados, tanta sensibilidad y tanto tiempo que... si acaso, poetas jubilados dotados de gran longevidad y de demostrada vocación botánica.

De cualquier manera, un cascabel regalado -aun cuando conservase su fragancia y resonancia de recién nacido- no funciona igual.

A los cuentos silvestres hay que seducirlos, hay que conquistarlos, hay que darles algo muy valioso de uno mismo. Ese algo tiene que ser, como en el amor, genuino y ardiente, pero siempre diferente; como nueva tiene que ser la forma de aproximación. Es por eso que, fuera del cazacuentos o el cascabel recién abierto, los demás métodos de captura de cuentos silvestres sólo puede utilizarlos una única persona y por una única vez.

Ante circunstancias tan restrictivas, se preguntarán ustedes, cómo es posible que haya tantos libros de cuentos rodando por este mundo.

No tendré más remedio que confiarles que hay gentes, indignas de la denominación de cuentistas y cuenteros, que lejos de cazar auténticos cuentos silvestres, los cultivan, simple y llanamente; valiéndose de ingredientes sintéticos, de mejunjes espurios o de olvidadas recetas de alquimistas empeñados en conseguir la famosa piedra ficcional.

Es obvio que ningún cuento de cultivo puede igualar en vigor del vuelo y belleza del canto a un verdadero cuento silvestre. Pero los advenedizos consiguen imitarles el peso del tema, la envergadura de la trama, el colorido de los personajes o la armonía de la prosa. Así, los falsos cuentos engañan a padres, a maestros y bibliotecarios, a editores y críticos... e incluso, a veces, a los niños.

Sin embargo, los peores falsificadores de cuentos son los que, dejando de lado todo escrúpulo, utilizan trampas para capturar cuentos. Estos últimos, aparte de malvados, son tontos.

¿Cómo pretender que un cuento silvestre pueda vivir en cautiverio? ¿Cómo creer que un cuento va a amarles después de haberlo atrapado no sólo mediante engaño sino con la finalidad de mantenerlo enjaulado?... Y finalmente, ¿qué se puede hacer con un cuento encerrado, sometido; un cuento que no puede volar, cantar, perfumar y encantar a todos con sus transformaciones?

La captura de cuentos silvestres no tiene nada que ver con la cacería de animales salvajes. Cuando uno doma a un cuento, no lo despoja de la vida y ni siquiera de su libertad. Cuando uno adopta un cuento silvestre, lo hace feliz porque le quita su único defecto, su desgracia natal: lo arranca del anonimato, de la soledad, del silencio en que hasta entonces había vivido.

Cuando uno se hace con un cuento silvestre es para compartirlo, para volverlo visible, para darle una forma que todos puedan ver, una voz que todos puedan escuchar; para marcarle un origen a partir del cual el cuento -ya no más silvestre y solitario, sino literario y público- puede comenzar a vivir su propia aventura: una aventura siempre cambiante, una aventura que es otra con cada lectura, con cada lector.

Joel Franz Rosell

CÓMO CAZAR UN CUENTO SILVESTRE fue originalmente un artículo publicado en la revista española Peonza, en 1996 y posteriormente incluido en La literatura infantil : un oficio de centauros y sirenas. Buenos Aires. Lugar Editorial, 2001.



lunes, 16 de marzo de 2015

un misterioso cuento para la primavera: "Dopey desaparece"

“Dopey desaparece”



        –Si Isel se antoja de jugar a “Papá y Mamá” o “Al médico”, yo seré el papá o el médico –me advirtió Rubén antes de salir de casa–. Ella será la mamá, por supuesto, y como no puede haber dos papás ni dos médicos, tú tendrías que ser nuestro hijo, sano o enfermo…

Mi hermano siempre ha sido bastante mandón. Y yo, no es que me guste obedecer, pero menos me gusta discutir; así que tuve que decir que sí.

Cada vez que íbamos de visita, Mamá nos recordaba que debíamos ser amables y corteses, comernos todo lo que nos ofrecieran, bebernos todo lo que nos dieran y no contradecir a los dueños de casa. Pero aquella visita era especial porque la familia de Isel era “repatriada”.

A ti esa palabra no te suena porque ya no se usa. Pero en aquella época, cualquier niño sabía lo que era una familia “repatriada” porque cada vez que aparecía alguna, se hablaba mucho de eso.

Lo que te cuento ocurrió en 1965.  Entonces, cada vez que volvía de Estados Unidos alguno de los muchos que habían huido de la tiranía de Batista, lo celebraban como a un héroe. Pero eso solo duraba los primeros días y después cada quien volvía a sus cosas.

Mi mamá, en cambio, había decidido que Isel, su hermana Evita y los padres de ambas necesitaba más que un cálido recibimiento. Ya hacía como dos meses que habían llegado al barrio y todavía, según ella, necesitaban ayuda para “reintegrarse”.

Repatriada, reintegrarse… Tal parecía que aquella no era la familia Rodríguez sino la familia Rerre… 

Y el domingo en que comienza esta historia, fuimos todos de visita a casa de la familia Rerre.


Al principio mi hermano se negó. Que en la escuela, durante el recreo, nosotros jugáramos con Isel y con otras niñas, podía ser. Pero en su casa, no. Porque en sus casas las hembras juegan a las muñecas, y ¡eso sí que no! ¡Un niño de 9 ó 10 años no juega a las muñecas!

Sin embargo, mi hermanita, que ya había ido a jugar con la más chiquita de las repatriadas, habló de una enooorme caja llena de juguetes… y mi hermano dejó de protestar.

Mientras las mamás conversaban en la cocina y los papás se ponían a arreglar no sé qué en el cuarto de desahogo, mi hermana y Evita se quedaron en el pasillo, colectando hojas para jugar a los cocinaditos, y mi hermano y yo seguimos a Isel hasta su cuarto.

Lo primero que vimos fue una muñeca increíble: era tan alta como mi hermana. Decía “Mamá”, “Papá”, “Hola” y “Gracias”, y caminaba, despacito, cuando le dabas la mano y tirabas de ella.

–¡Prohibido jugar a las muñecas! –me recordó mi hermano en un susurro.

–¡Claro! –respondí.

Pero una muñeca como aquella no se veía todos los días y no pude resistir la tentación de darle un jaloncito.  Debo haber tirado demasiado fuerte porque la muñeca se cayó. Rubén la atrapó antes de que golpeara el suelo con la frente y la puso de nuevo en pie. Pero así y todo, la muñeca lloró, como denunciándome.

–¿Qué te dije? –me regañó mi hermano.

–No importa –intervino Isel–. Pasa todo el tiempo. Tiene los pies demasiado pequeños…

En el cuarto había otras muñecas, normales, y un montón de animales de peluche: ositos, conejos, gatos, ardillas y otros que no pude identificar. Daba muchas ganas de jugar con ellos, pero no me atreví a mover un dedo antes de saber si mi hermano los juzgaba aceptables.

No llegué a saberlo, pues en ese momento Isel sacó la famosa caja de juguetes de debajo de la cama.

Era casi tan larga y ancha como la cama misma y estaba tan llena que pesaba un montón. Pero como tenía rueditas, salió de un tirón y, ante nuestros ojos deslumbrados, apareció la mayor cantidad y variedad de juguetes que hubiésemos visto en nuestras cortas vidas.

Había de todo, en plástico, madera, lata y goma: cubos para armar, muñecas pequeñitas, animales de todas clases y colores, una carreta con bueyes y vaqueros, unos indios con tipi y todo, dos autitos de color rosa y violeta (lo que, según mi hermano, indicaba claramente que eran para niñas) y, sobre todo, un montón de personajes de dibujos animados entre los que reconocimos inmediatamente a Mickey Mouse, el Pato Donald, Bugs Bunny, Dumbo, Blancanieves y los siete enanitos…

Blancanieves tenía los mismos colores que en la película, pero los enanitos eran de simple goma color crema. Pese a ello, mi corazón dio un vuelco cuando identifiqué a Dopey, mi preferido.

Dopey es el más joven de los siete enanitos, tiene una sonrisa encantadora, un ropaje que le queda demasiado grande y unas orejas tan grandes como las mías. En la película se ve bastante tímido e ingenuo. O sea, igual que yo… aunque en esa época yo todavía no conocía estas palabras.

Escogimos los juguetes con los que íbamos a jugar: Rubén cogió un Robin Hood y lo montó en un caballo blanco que le quedaba un poco chico, Isel prefirió una princesa, que no supe si era la Bella Durmiente o Cenicienta, y la metió en una carroza anaranjada, parecida a una calabaza (me dije debía tratarse de Cenicienta, pues Isel era una niña muy coherente).  Yo me quedé con Dopey, por supuesto, y como los otros insistían, lo acompañé de una ardilla de terciopelo dorado que era casi mayor que él.

Armamos un escenario bastante loco donde se codeaban un castillo medieval, tres cactus del Far West, varios vagones de un trencito eléctrico que montamos sobre un tramo de línea en curva (no hubo manera de que diéramos con la locomotora), jirafas, elefantes y leones (Isel no supo decirnos si poseía un Tarzán) y una muñeca muy grande, que apoyamos en la cabeza y los pies, con la cintura doblada, y que cubrimos con una toalla carmelita para que sirviera de montaña.

Jugamos durante una hora por lo menos. Imaginamos una historia de muchacha secuestrada (la princesa, Cenicienta o Bella Durmiente) por un malvado (le echamos mano a un Batman que había perdido la cabeza y la sustituimos por un dedal). Ese malvado, que propuse llamar La Máscara de Hierro, encerraba a la muchacha en un tren abandonado en pleno desierto. Robin Hood llegaba en su caballo Estrella, y con la ayuda del astuto Dopey y su ardilla voladora (otro invento mío), salvaba a la princesa. La batalla final fue un sangriento combate entre los elefantes, jirafas y leones amaestrados por La Máscara de Hierro, y unos indios de pasta (venían en grupos de cuatro, con los pies pegados a una planchita del mismo material) que formaban la tribu de los Cortadores de Cabezas de Sherwood (invento de mi hermano). A Isel no le gustó demasiado que hubiera tantos muertos en el combate, y tuvimos que aceptar que al final la Princesa y Robin se casaran y se dieran un beso como en las películas.

En ese momento nos llamaron a merendar por tercera vez.

–¡Recojan los juguetes de una vez! –exigió la mamá de Isel.

Cogimos los juguetes a puñados y los tiramos en la caja que, con tal amontonamiento, tuvo dificultades para deslizarse bajo la cama.

Yo hasta el último momento mantuve a Dopey en mi mano y, juro que sin pensarlo, me lo metí en un bolsillo.

… Bueno; tanto como sin pensarlo, no…

Desde que lo vi por primera vez, sentí que tenía que ser mío. Yo no quería robárselo a Isel, pero una vocecita insinuante empezó a decir en mi cabeza que a ella no le hacía falta, que las repatriadas tenían tantos juguetes que ni cuenta se iban a dar de la ausencia del enanito. Es más, seguía diciendo la voz tentadora, ellas ni se han percatado de su existencia. Nada más había que ver sus tristes ojos, concluyó la voz: se veía que estaba sufriendo, abandonado en ese cajón repleto y oscuro.

“¡Dopey me necesita!”, decidí.

Pero cuando me lo metí disimuladamente en el bolsillo, mi corazón se puso a saltar y mis orejas cogieron fuego. ¿Y si alguien se daba cuenta? ¡Qué vergüenza tan grande! Mi madre me obligaría a devolverlo y a pedir perdón delante de todo el mundo. Isel me iba a mirar con lástima y Evita, con asombro. Mi padre me iba a castigar a pasar el domingo en el rincón más aburrido de la sala; lejos de donde mi hermano y mi hermana estarían jugando, mirando la televisión o comiendo chicharritas.

Y Dopey estaría más triste que nunca, porque no solo estaría de nuevo en el cajón, perdido en medio de tanto juguete inútil, sino que sufriría pensando que, por su culpa, yo estaba castigado. ¡Jamás volverían a invitarme a casa de Isel, jamás se repetiría aquella ocasión de ser libre y jamás volveríamos a vernos!

Tan angustiado estaba que no pude terminar mi queque con guayaba ni mi refresco de mamoncillo. Pero nadie se dio cuenta porque mi hermano los terminó por mí.

Hasta el momento en que salimos por la puerta estuve temblando, temiendo que en el último momento alguien dijera: “¿Me enseñas eso que tienes en el bolsillo?”. Pero tampoco estuve más tranquilo en el camino de regreso, porque en cualquier momento temía oír la severa voz de mi padre o la indignada voz de mi madre ordenando: “¡Enséñame lo que tienes en el bolsillo!”.

Ni siquiera volví a respirar normalmente cuando llegamos a casa y nos quitamos la ropa de visita para ponernos un short y un pulovito de todos los días, pues quedaba la posibilidad de que mi hermano dijera, con voz burlona: “¿Me vas a enseñar lo que tienes en el bolsillo o no?”.

Rubén y yo estábamos juntos en quinto grado, pero él me lleva un año. Es que cuando estábamos en segundo, vivíamos en un pueblito de montaña donde la única escuela solo tenía un aula, y todos los niños recibían clases juntos. Por eso, cuando volvimos a Santa Clara, mi mamá nos matriculó a los dos en tercer grado.

Pero aunque estudiáramos la misma cosa, no jugábamos siempre a lo mismo, ni con los mismos amigos. A veces él se iba a practicar pelota o a mataperrear con los “Mándale-el-viaje”, como les decía mi abuela a sus amigotes, y yo me quedaba en casa, jugando solo. O me iba a jugar con un vecinito.

La primera vez que esto ocurrió desde que Dopey estaba conmigo, me atreví a sacarlo a la luz del sol.

Íbamos a hacer una carrera de carritos. Yo tenía una camioneta verdeazul, Jorge tenía un descapotable rojo y otro chiquito tenía un camioncito verde. Todos de lata, del tamaño de un zapato, con ruegas de goma y con motor de fricción. Así que los amarramos con una pita y comenzamos a correr tirando de ellos; desde el portal de mi casa hasta la esquina, donde debíamos doblar y volver al punto de partida. El ganador sería el que diera las tres vueltas más rápido y sin que se le volcara el carrito.

Mi camioneta verdeazul cargaba habitualmente seis cantinitas de leche. En su lugar instalé a Dopey.

– “Con tu ayuda” –le susurré–. Vamos a ganar la carrera.

En la primera vuelta, le saqué ventaja a Jorge. En la segunda vuelta, quedé empatado con el chiquito del camión verde. Y en la tercera llegué delante.

–¡Ganamos, Dopey! –grité.

Pero cuando me volví para festejar nuestra victoria, descubrí que mi camioneta estaba vacía. Volví sobre mis pasos, pensando que Dopey se había caído en la recta final.

Pero no lo encontré. Y Jorge y el chiquito del camión verde, demasiado atentos a sus propios carritos, no lo habían visto. Revisé cuidadosamente el trayecto; sobre todo la esquina. Allí doblábamos a toda velocidad y Dopey podía haber salido despedido de la “cama” de la camioneta.

Mis amigos me ayudaron a buscar: entre las maticas que crecían en el sitio donde se acababa la acera, en la cuneta… Especial atención dedicamos al tragante: las ranuras entre sus barras de acero parecían demasiado estrechas para dejar pasar a Dopey, pero no paramos hasta conseguir que un grande que pasaba por allí nos ayudara a levantar la pesada reja de hierro para mirar bien debajo.
Le dijimos que se nos había perdido una peseta de plata, de las antiguas, y él mismo nos ayudó a sacar los papeles sucios y las hojas secas, que era lo único que había en el fondo.

¡La misteriosa desaparición de Dopey me tuvo sin sosiego durante días! Cada vez que pasaba por la acera, por la esquina… yo miraba atentamente, con la absurda esperanza de verlo reaparecer.  Llegué a sospechar que Jorge o el chiquito del camión verde se lo habían cogido.

Pero Jorge me recordó que él era mi mejor amigo, y el chiquito juró por su madre y por “que me caiga muerto aquí mismo”, dándole un beso a una medallita de la virgen, que él no había sido.

Les creí. Y más cuando, esa misma noche, soñé que Dopey me decía adiós antes de reunirse con los otros enanitos. Por encima de sus espejuelos, Doc me lanzó una mirada severa.

Dos días después, en casa de Isel… vi a Dopey en la caja de juguetes.

No me atreví a mirarle a la cara. No me atreví a cogerlo. Confuso, revolví los juguetes para que lo taparan, y le propuse a Isel que jugáramos al parchís.

No pasó mucho tiempo antes de que le confiara a mi hermano lo ocurrido.

–Me castigó por haberlo robado; por separarlo de los otros seis enanitos –dije a punto de echarme a llorar.

–¡Mira que tú eres bobo! –se rio Rubén–. Había algunos enanitos repetidos en la caja de Isel. Yo por lo menos vi dos Doc y dos Gruñón. Por eso viste un nuevo Dopey. El tuyo se perdió simplemente. Se fue por la alcantarilla para abajo o qué se yo…

No le creí. Como no he creído nunca que mi enanito simplemente se perdiera.

Todavía hoy, después de tantos años, estoy convencido de que Dopey se escapó y regresó a la caja de juguetes de Isel, porque extrañaba a los otros enanitos que, al fin y al cabo, quería tanto como quizás nunca me quiso a mí.


THE END


(Cualquier semejanza con hechos o personas reales no es casual, pero tampoco ha de creerse que los acontecimientos narrados ocurrieron tal como han sido referidos ni que los protagonistas son tales como aquí se pintan. No obstante, el autor asume la entera responsabilidad por las consecuencias de su publicación)


Incluido

en la antología "Mi juguete preferido". Editorial Gente Nueva. La Habana, 2014





Joel Franz Rosell

París, 5 de abril de 2013

mi primera máquina (1975-1979)

mi primera máquina (1975-1979)
biblioteca martí, santa clara, cuba, 1993
Comencé a escribir a mano, claro. Primero con lápiz (usaba los de dibujo, de mina muy dura, para no tener que estar sacando punta continuamente; así comencé a gastarme la vista y a los 15 años ya usaba gafas -"espejuelos" decimos en Cuba- de aumento). Luego pasé a los por entonces escasos bolígrafos. Cuando a mediados de los años 1970 quise comenzar a compartir mis escritos con los colegas de taller de escritura o presentarlos a premios literarios, comencé por acudir a alguna colega o amiga mecanógrafa. Una bibliotecaria de Sala Juvenil de la Biblioteca Provincial de Santa Clara tecleó mi primera novela (que ilustré... a mano, claro) y mandé al Premio UNEAC 1977. Pero mis obras eran largas y ella tenía mucho trabajo. Así comencé a teclear yo mismo en la Underwood de la foto: una máquina prehistórica, pero muy bien cuidada y de tipos redondos.
Fue al año siguiente que un amigo mexicano que partía de vacaciones, me dejó su moderna máquina portátil. En ella aprendí a teclear según las reglas del arte y mecanografié mi segunda novela, por primera vez de la primera a la última letra.
De mis máquinas posteriores no guardé ni el recuerdo de una foto, y tampoco de la máquina electrónica que utilicé durante mi estancia en Brasil '1989-1991) ni de mi primer ordenador, un Compaq portable que me acompañó 8 años. Pero esta ya es otra historia, porque en él comencé a escribir directamente sobre un teclado; abandonando para siempre la versión manuscrita previa y el enojoso mecanografiado ulterior
Lo dicho; esa es otra historia.

traducido a persa, hindi, coreano, tamul, catalán y tantos otros

traducido a persa, hindi, coreano, tamul, catalán y tantos otros
Olinda, la bella durmiente fue mi primer artículo publicado en el Correo de la UNESCO, me procuró traducciones a decenas de lenguas... en las que a veces ni siquiera supe separar mi nombre del título del artículo

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