SONATA DEL EXTRAÑO VIAJERO
El
viajero montaba un caballo bayo. Tras él, cargaba su equipaje una yegua mora, y
más allá, trotando a su gusto, iba un potro hermoso; blanco de los cascos a las
crines, solo le faltaba un cuerno largo y retorcido para parecer un unicornio.
Era
evidentemente un caballero que viajaba desde hacía largo tiempo, pero sus ropas
no lucían una mota de polvo, una mancha de barro ni un zurcido. Sin embargo,
si viajaba sin paje, ¿quién se ocupaba de mantener sus pertenencias en
tan perfecto estado?, ¿quién desensillaba y daba de comer al caballo bayo, a la
yegua mora y al potro blanco?
Nadie
podría decirlo, y tampoco explicar dónde dormía, qué comía ni cómo se aseaba.
El viajero no se refugiaba en las posadas del camino ni pedía abrigo en granjas
o castillos.
Todo
el mundo se hacía preguntas al verlo llegar, pero nadie hacía preguntas al
verlo marchar. Es que, si la sorpresa era compañera obligada de su arribo, el
olvido se instalaba invariablemente a su partida.
Si la
presencia del viajero no dejaba huella en la mente de quienes le vieron pasar,
tampoco las cosas que vio dejaron huella en el viajero.
Era
como si en realidad el caballo bayo y su jinete, la yegua mora y el potro
blanco no hubieran pasado por los bosques y sembradíos, por los palacios y
monasterios, por las aldeas y ciudades que jalonaron su trayecto.
ilustración de Valerio |
Pero
el misterioso caballero no viajaba al azar. Él sabía muy bien lo que buscaba y
dónde había de encontrarlo. Para ello recorrió tres mil leguas y cuatro países,
indiferente como un sonámbulo. Hasta que avistó el objeto de su viaje y pareció
despertar de un largo sueño.
Había llegado a un próspero burgo
situado a orillas de un río, entre un bosque umbrío y un cerro cubierto de
viejos pinos y coronado por un castillejo de murallas hurañas. El poblado debía
su fortuna al río, pues solo allí un puente conseguía cruzar las aguas
revoltosas, y estas aceptaban prestar su fuerza a un molino de granos y a una
fábrica de paños que procesaban todo el trigo y la cebada, el lino y la lana
cosechados en la comarca.
El
río se llamaba Undoso Rumoroso y el poblado era conocido como Burgo Undoroso.
En
el centro del burgo, frente a la misma plaza donde se alzaban la iglesia, el
palacete del burgomaestre y las mansiones del molinero y del dueño de la
fábrica de paños, se hallaban dos confortables posadas: “El León de Oro” y “El
Dragón de Bronce”. Pero ni en una ni en otra buscó hospedaje el viajero. Y no porque
careciera de dinero,
puesto que al buhonero a quien preguntó el camino del castillejo, le arrojó una bella moneda de plata.
puesto que al buhonero a quien preguntó el camino del castillejo, le arrojó una bella moneda de plata.
–Ese
nido de arpías no le abre sus puertas a nadie –le advirtió el vendedor
ambulante–. Y nadie debería ser tan insensato como para acercarse a la Dama
Negra, la Dama Gris y la Dama Blanca.
Pero
el viajero condujo su caballo bayo, su yegua mora y su potro blanco por el
sendero que el buhonero, de todas formas, le había indicado. Y pronto se
perdieron los cuatro entre los viejos pinos que cubrían el cerro.
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ilustración de Julián Cicero |
Un portón
de roble y hierro era la única abertura visible en las hurañas murallas del
castillejo. Y en su única torre, solo una ventana, herméticamente cerrada,
miraba hacia afuera. El portón carecía de aldaba y
el viajero golpeó con el pomo de su espada. Sus tres golpes retumbaron cuatro
veces sin que nadie se dignara responder.
Entonces
el caballero sacó de sus alforjas un estuche negro y de éste, un violín rojo
fuego.
El
violín era hermoso, pero más hermosa fue la melodía que de él brotó.
En
realidad, los gestos del músico carecían de la fluidez que hubiese requerido
música semejante. Incluso, por momentos, se diría que las manos del
instrumentista quedaban inmóviles mientras la melodía prolongaba su vuelo. Pero
¿quién se hubiera fijado en ello? Solo los viejos pinos y las piedras hurañas
de la muralla parecían asistir al concierto.
El
extraño músico atacó un segundo movimiento, todavía más inspirado. Las cerdas de
su arco comenzaron a oscurecerse y no tardaron en despedir una delgada columna
de humo.
La
ventana de la torre se abrió de repente, y una mano joven virtió sobre el
viajero una jarra de agua clara.
Un
rostro de pasmosa belleza y cabellera blanca como leche de luna, se asomó y dijo
en son de burla:
–¡Para
resistir tanta pasión, tu arco necesita mejor cerda!
–He andado
tres mil leguas buscándola –respondió el del violín color de fuego–. Pero más falta
me hace el amor puro que me convertirá en artista perfecto.
–¿Y piensas hallar semejante amor
en esta comarca? –preguntó la muchacha, ahora sin risas.
La
Dama Blanca y el extraño viajero se miraron. Y se miraron tanto tiempo como
tardó en abrirse el portón de roble y hierro para dar paso a dos mujeronas de
rostro pavoroso: una vestía enteramente de negro y la otra, enteramente de
gris. La primera tenía ojos de lóbrega noche y la segunda, ojos de páramo
neblinoso. Pero fue con una misma voz, afilada y fría como un témpano de hielo,
que gritaron:
–¡Largo
de aquí, intruso, pordiosero, saltimbanqui, bandolero!
–No
soy nada de eso, ásperas señoras –replicó el viajero–. Permítanme…
–Ni
una palabra más –aulló la Dama Negra.
–Aléjate
o soltaremos a los perros –rugió la Dama Gris.
–¿Por
qué lo tratan así? –intercedió desde su torre la Dama Blanca–. Bien se ve que
es un caballero.
–¡Tú
calla y cierra esa ventana! –vociferó la Dama Negra–. ¿Olvidas que dentro de
tres días has de esposar al Gran Nigromante?
–¡Ningún
otro hombre tiene derecho a oír tu voz ni a ver tus cabellos! –gruñó la Dama Gris.
–¿Desposar
al Gran Nigromante…? –balbuceó el viajero.
Por
toda respuesta, la Dama Gris crispó un puño y la Dama Negra alzó el cuello de su
túnica. La ventana se cerró sola, golpeando casi a la Dama Blanca, y la torre se
elevó siete metros.
Como
si estuvieran fundidas en una sola pieza, las siniestras mujeronas se volvieron
hacia el portón de roble y hierro.
–¡Un
momento…! –pidió el viajero.
–Te
habíamos prevenido –refunfuñaron las mujeronas–. ”Ni una palabra más… o soltaremos
a los perros”.
Y
alzando las manos, cargadas de pulseras negras y cenicientas, clamaron:
–¡Belcebú,
Leviatán, Averno !
El
portón se cerró con estruendo, al tiempo que una jauría de vientos, rayos y
granizo, se desataba sobre el indeseado visitante.
Por
un momento, el extraño viajero se irguió como si se dispusiera a desafiar a los
perros de ráfaga, hielo y centella que le echaban encima las siniestras mujeronas.
Pero se retuvo, murmurando:
–¡Mejor
que ignoren de lo que soy capaz: todavía no ha llegado el momento!
Y se
perdió entre los viejos pinos, tras
el caballo bayo, la yegua mora y el potro blanco que la mágica tormenta había
puesto en fuga.
El
viajero chasqueó los dedos y una fogata brotó de la nada.
Las
llamas rojas se encargaron de alumbrar el centro del viejo pinar, mientras un
haz de llamas verdes adquiría la apariencia de un paje, que se puso a preparar
la cena, y un haz de llamas amarillas cobraba la apariencia de un palafrenero,
que corrió a desensillar y alimentar al caballo bayo, a la yegua mora y al potro
blanco. Los animales no mostraron nerviosismo; ni siquiera cuando la llamarada
amarilla se armó de un guante de crin y comenzó a frotarles la piel.
Pasada
la medianoche, el viajero sacó de su estuche el violín y el arco con la cerda
chamuscada por el concierto ofrecido a la Dama Blanca. Los depositó juntos
sobre su manto de terciopelo y, con gestos delicados pero resueltos, despojó el
estuche de la piel que lo guarnecía, y ésta cobró al instante la forma de un
gato negro con un ojo verde y el otro amarillo.
El
gato se estiró, se frotó contra las piernas del hombre y comenzó a acicalarse
tranquilamente con la lengua. Cuando hubo terminado, su misterioso dueño le
indicó la torre del castillejo, que se recortaba en la oscuridad, por sobre las
copas de los viejos pinos. El gato movió afirmativamente la cabeza y salió
disparado.
Corría
exactamente igual que un gato común y corriente, pero cada paso lo propulsaba a
varios metros de distancia. En cuatro minutos llegó al pie del castillejo y, en
tres espectaculares saltos, escaló la torre. Toscos listones de roble tapiaban
la única ventana. El gato comenzó a morder y arañar la madera, dejando en su
dura superficie una serie de signos en apariencia sin sentido.
A
las tres de la mañana, el extraño viajero decidió partir y ordenó a las llamas
amarillas ensillar el caballo bayo, la yegua mora y, cosa inhabitual, el potro
blanco. Este último recibió una montura enteramente blanca, con acolchados de terciopelo
albino e incrustaciones de nácar.
Cuando
el viajero pasó delante del castillejo, la Dama Negra y la Dama Gris abrieron
el portón de roble y hierro para despedirle con burlas soeces.
–Te
lo dijimos, intruso, pordiosero, saltimbanqui, bandolero. ¡Aquí no se te ha
perdido nada!
El jinete,
el caballo bayo y su yegua mora no les prestaron atención. Por su parte, las siniestras
mujeronas no advirtieron que el potro blanco se escondía tras un rosal
silvestre, cargado de menos espinas que de perfumadas rosas.
Dos
horas después, la Dama Negra y la Dama Gris dormían el pesado sueño de los
malvados, y la Dama Blanca franqueaba la ventana de su torre. Los listones de
roble, obedeciendo las órdenes que el gato había escrito con sus uñas y
dientes, se transformaron en una escalera que llegaba al sitio exacto, tras las
hurañas murallas, en que esperaba el potro blanco.
El
potro nunca había sido montado, pero aceptó a la Dama Blanca como si no hubiese
esperado otra cosa en su vida. Galopó raudo y silencioso, cerro abajo y luego
bosque adentro, hasta el claro donde aguardaba el extraño viajero.
La
luna nueva alumbró a la pareja en el momento en que la Dama Blanca, con gesto
hechicero, se despojó de su magnífica cabellera y la tendió entre los extremos
del arco. El extraño viajero tomó el arco con la mano derecha, y con la
izquierda se llevó el violín al hombro. Paseó por las cuerdas la nueva cerda,
de humanos cabellos, y la música brotó tan seductora que los árboles cercanos tendieron
sus ramas, queriendo atraparla.
El
violinista miró a la Dama Blanca con ojos enamorados y, sin soltar arco ni violín,
la abrazó. Al cabo de un momento, ella se apartó dulcemente y besó la mano
derecha del hombre: un anillo de plata pura se enroscó al instante en su dedo
anular. La muchacha invitó a su amante a tocar, y esta vez la música fue tan
fascinante que los árboles más cercanos consiguieron sacar sus raíces del suelo
y se acercaron a escuchar.
El
músico se interrumpió, emocionado. De su ojo izquierdo brotó una lágrima que la
Dama Blanca enjugó con el dorso de una mano. Transformada en esmeralda, la
lágrima se agarró a su dedo anular con un cordón de oro, símbolo de alianza.
Los amantes
se contemplaron mientras el violín, se diría que por decisión propia, dejaba escapar
una melodía tan sublime que comenzaron a vibrar hasta las piedras del bosque,
del camino y de las hurañas murallas, allá en el cerro.
Aquel
temblor mineral acabó por interrumpir el pesado sueño de la Dama Negra y la
Dama Gris.
Las siniestras
mujeronas no necesitaron subir a la torre para comprender que la Dama Blanca
había huido y estaba en brazos del viajero. Su furia doble multiplicó su doble
poder, y éste se abatió con más fuerza sobre unos amantes que la ternura
desarmaba.
Una
nube doble, gris y negra, tapó a la luna nueva.
Ese
fue el único aviso de la desgracia. Debió bastar, pero la Dama Blanca y el
extraño viajero tenían, en ese momento, los ojos cerrados. Y cuando los
abrieron, el rayo doble, helado y mortífero como un hacha de dos filos, caía ya
sobre ellos. Con su filo negro, el rayo hirió las manos unidas, cortando
impíamente los dedos que portaban el anillo de plata pura, y la alianza de oro
y esmeralda. Mientras, con su filo gris, el rayo golpeó en el rostro al viajero,
arrancándole un ojo.
Al ver caer a su amado, la Dama Blanca lanzó un alarido de espanto que las siniestras mujeronas convirtieron en burbuja de hielo. La muchacha quedó atrapada en la burbuja, sin deseos ni defensa, y así la trasladaron al castillejo, de murallas más hurañas que nunca.
Al ver caer a su amado, la Dama Blanca lanzó un alarido de espanto que las siniestras mujeronas convirtieron en burbuja de hielo. La muchacha quedó atrapada en la burbuja, sin deseos ni defensa, y así la trasladaron al castillejo, de murallas más hurañas que nunca.
ilustración de Valerio |
El
día de la boda, el Gran Nigromante solo tuvo ojos para la belleza de la Dama
Blanca.
La
peluca, hecha con las crines del potro blanco, se adhería a su cabeza perfecta
con magia imperceptible, y los guantes, hechos con la parte más fina y más
blanca de la piel del potro, se fundían con la piel de la muchacha con tal
harmonía que resultaba casi imposible advertir la ausencia del anular en su
mano derecha.
La
Dama Negra y la Dama Gris se hincharon de satisfacción al comprobar que podían
engañar al poderoso Nigromante. Olvidaban que solo la inmensa vanidad del mago mismo
explicaba que ni siquiera notase la desdicha inmensa en la cual estaba
encerrada la muchacha.
El cortejo nupcial se encaminó a la capilla del palacio nigromántico, y frente al altar de barro se arrodillaron la Dama Blanca y el Gran Nigromante. En lugar de un sacerdote, les exigió juramento de amor y fidelidad una réplica del propio Nigromante vestida con sayón parduzco y con una cruz al revés colgando del pecho.
El cortejo nupcial se encaminó a la capilla del palacio nigromántico, y frente al altar de barro se arrodillaron la Dama Blanca y el Gran Nigromante. En lugar de un sacerdote, les exigió juramento de amor y fidelidad una réplica del propio Nigromante vestida con sayón parduzco y con una cruz al revés colgando del pecho.
Pero en el momento de intercambiar los anillos, en lugar del órgano que se aprestaba a ejecutar otra réplica del Nigromante, se escuchó el sonido deslumbrante de un violín.
Era
el violín del viajero, que las siniestras mujeronas daban por muerto, que se
tocaba a sí mismo. La melodía era sublime, dolorosa como un amor sincero
asesinado en su nido, y tan potente que con solo siete compases arruinó los
encantamientos de la Dama Negra y la Dama Gris. La vanidad abandonó los ojos del
Gran Nigromante, quien vio entonces los falsos cabellos y la mano mutilada de
su desdichada novia.
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ilustracion de Julián Cicero |
La
cólera del mago supremo fue tan grande que su cuerpo creció hasta derrumbar la
capilla nigromántica, y desde sus ruinas humeantes declaró con un vozarrón que
estremeció valles y montañas:
–Desde hoy no habrá más bellas
hechiceras: la Dama Blanca quedará como reliquia, así como la veis: sin
cabellos y con nueve dedos. En adelante, cuanta mujer trajine con magia, dará a
cambio su belleza, sus cabellos y un dedo.
Sus palabras cobraron efecto al
instante: la Dama Blanca quedó transformada en figura central de un tapiz de lustrosa
seda: de pie junto a un potro blanco como leche de luna, una joven de pasmosa
belleza, sin cabellos y con expresión desolada, daba la espalda a un castillejo
de murallas hurañas.
Al mismo tiempo, la Dama Negra
y la Dama Gris quedaron calvas como calaveras, sus rostros se llenaron de pliegues
y verrugas, sus manos derechas perdieron el dedo anular, y en sus bocas no
quedó más que un fatídico colmillo negro.
Esa noche, en un rincón del
bosque umbrío, el mal herido viajero fue socorrido por un haz de llamas verdes,
mientras una llamarada amarilla traía de las riendas al caballo bayo y a la yegua
mora. Cuando pudo valerse, el hombre guardó en su estuche el violín, húmedo de su
sangre y el arco con cerda de cabellos humanos, y recogió lo que quedaba de la
sortija de oro y esmeralda.
El metal se había fundido con
el fuego negro del rayo doble y ahora parecía una hoja de álamo dorada por el
otoño. En su centro, como un resto de primavera, fulguraba la esmeralda.
Poca magia podía usar en esos
momentos el viajero, pero cuando acercó a su rostro lacerado la hoja de oro con
la esmeralda en el centro, esta se posó en la cuenca vacía que le había dejado
el fuego gris del rayo doble. Con aquel ojo de piedra y metal, nada podía ver,
pero todo el dolor cesó. El amor de la Dama Blanca y las pocas horas de
felicidad que habían compartido, fueron un bálsamo más poderoso que cualquier
encantamiento.
En los meses siguientes,
mientras se alejaba del país de las tres damas, el viajero recuperó poco a poco
sus poderes. Pero nunca pudo unir a su mano el dedo con el anillo de plata,
obsequio de su amada.
Tres años después, cuando de
su anular no quedaba más que el hueso, lo convirtió en talón del arco de su
violín. Solo entonces, volvió a tocarlo.
Estrenado por el Fondo de Cultura Económica (México, 2013), con ilustraciones de Julián Cicero
y posteriormente publicado en Cuba (Ediciones Cauce. Pinar del Río, 2014), con ilustraciones de Valerio.
hermoso texto, hermosas ilustraciones, cuidada edición
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