COLORIN COLORADO, ESTE CUENTO...

El reino gris se extendía al
oeste de unas montañas tras las cuales
nacía cada día un sol de plata. Desde el cielo gris claro, ese sol iluminaba la
tierra color de plomo en la cual crecían árboles cuyos troncos, hojas y flores
lucían solo matices cenicientos. El reino acababa en un mar que parecía de
mercurio hasta por el color de su espuma.
Se diría un país salido de un viejo filme en blanco y
negro. Solo que negro, verdaderamente negro, era todo durante la noche, y blanco,
verdaderamente blanco, solo era la nada, que incluso en este país excepcional
es invisible.
El reino no era gris
solo por fuera, también lo era por dentro: el canto de los pájaros y el
vuelo de las mariposas eran grises, y grises también las personas, desde el
llanto hasta la risa.
Para estudiar la grisura del reino había cada año un
congreso de sabios. Los sabios se dividían en dos grupos: los Interioristas, que culpaban a las
personas por la situación del país y los
Exterioristas, que responsabilizaban al medio por el espíritu sombrío de sus
habitantes. Los Interioristas
acababan reprochando a los Exterioristas
su "obtuso materialismo" y éstos terminaban por criticar en los
otros su "idealismo ciego".
Cada vez, en la clausura del congreso, los sabios acordaban reunirse el año
próximo y celebraban ese único acuerdo bebiendo vinos, dulces o secos, de
excelente uva grisásea.
El reino gris tenía, claro, su soberano: un rey que se
decía descendiente de la Cenicienta, usaba una corona de aluminio adornada con
perlas y bolitas de ámbar gris, y dedicaba todas las mañanas a cazar zorros
plateados.
Sin embargo, las cosas cambiaron cuando, procedente de
las montañas donde nacía el sol, llegó un Príncipe Azul.
El descubrimiento de su color fue un acontecimiento tan
extraordinario que el pueblo lo aclamó como nuevo mandatario.
El Rey Gris, en lugar de irse de cacería como todas las
mañanas, corrió a la embajada del Polo Norte y pidió asilo político.
En su primer decreto, el Príncipe Azul declaró:
el azul no es privilegio real sino derecho de todos los ciudadanos.
Y con eso implantó la República Azul.
En la nueva república todo era alegría y agitación.
Había que pintarlo todo de azul: de las piedras a las estrellas,
como estaba escrito en el nuevo escudo de la nación.
Trabajaron durante diez años, pero lo consiguieron: el
cielo quedó azul celeste y el mar azul marino. Los pájaros, las flores y los
insectos eran azul turquí, azul campánula y azul añil; las monedas, azul
metálico y los uniformes de los soldados, azul de Prusia.
Pasaron diez años.
El sol (de un azul luminoso), el viento (de un azul
invisible) y la lluvia (con sus gotas azul lavanda), fueron gastando los
matices del único color de la república, que terminó por no ser otro que azul
tristeza.
Comenzaron las discordancias, los rumores y las
críticas. Pero los insatisfechos fueron silenciados por los más viejos.
"Lo que pasa es que ustedes no saben como era de gris la vida en nuestra tierra", dijeron.
para la edición brasileña de 1991
Diez años después, lo único que podía contener el descontento
era la clara advertencia del Presidente:
¡nada podra derrotar la indudable belleza del azul!
Desde entonces, los inconformes se conformaron con mirar
hacia las montañas que azuleaban en la distancia, con la esperanza de un cambio
de color.
Pasaron cinco años más.
Y una mañana, parecida a cualquier otra, un niño jugó a
que el sol era amarillo, y una vieja contó que había tenido un sueño morado, y
una muchacha deseó un vestido rosa y un poeta escribió un largo poema de versos
verdes y escarlatas, y...
colorin colorado, este cuento esta empezado...
Escrito en La Habana, 1989 y publicado en Era uma vez um joven mago. Editora Moderna. São Paulo, 1991 (traducción al portugués de Laura Sandroni) y Los cuentos del mago y el mago del cuento. Ediciones de la Torre. Madrid, 1995/2001)