Voy a serles sincero; hay muchas formas de hacerse con un cuento, pero sólo una es de probada y durable eficacia cuando se trata de auténticos cuentos silvestres: el cazacuentos.
No me iré por las ramas, contándoles cómo se encuentra, alimenta y
adiestra un cazacuentos. Para
empezar, porque es un tema complejo que aburriría soberanamente al auditorio, y
para concluir porque los cazacuentos
son una especie prácticamente extinguida.
Existe un segundo método que permite, con
gran margen de seguridad, la captura de un bello ejemplar de cuento silvestre:
hacer sonar un cascabel recién abierto en el momento justo en que aterriza el
primer rayo de sol dominical.
Pero ¿quién cultiva cascabeles hoy en día?
Las matas de cascabel exigen tantos cuidados, tanta sensibilidad y tanto tiempo
que... si acaso, poetas jubilados dotados de gran longevidad y de demostrada
vocación botánica.
De cualquier manera, un cascabel regalado
-aun cuando conservase su fragancia y resonancia de recién nacido- no funciona
igual.
A los cuentos silvestres hay que seducirlos,
hay que conquistarlos, hay que darles algo muy valioso de uno mismo. Ese algo
tiene que ser, como en el amor, genuino y ardiente, pero siempre diferente;
como nueva tiene que ser la forma de aproximación. Es por eso que, fuera del cazacuentos o el cascabel recién
abierto, los demás métodos de captura de cuentos silvestres sólo puede
utilizarlos una única persona y por una única vez.
Ante circunstancias tan restrictivas, se
preguntarán ustedes, cómo es posible que haya tantos libros de cuentos rodando
por este mundo.
No tendré más remedio que confiarles que hay
gentes, indignas de la denominación de cuentistas y cuenteros, que lejos de
cazar auténticos cuentos silvestres, los cultivan, simple y llanamente;
valiéndose de ingredientes sintéticos, de mejunjes espurios o de olvidadas
recetas de alquimistas empeñados en conseguir la famosa piedra ficcional.
Es obvio que ningún cuento de cultivo puede
igualar en vigor del vuelo y belleza del canto a un verdadero cuento silvestre.
Pero los advenedizos consiguen imitarles el peso del tema, la envergadura de la
trama, el colorido de los personajes o la armonía de la prosa. Así, los falsos
cuentos engañan a padres, a maestros y bibliotecarios, a editores y críticos...
e incluso, a veces, a los niños.
Sin embargo, los peores falsificadores de
cuentos son los que, dejando de lado todo escrúpulo, utilizan trampas para
capturar cuentos. Estos últimos, aparte de malvados, son tontos.
¿Cómo pretender que un cuento silvestre pueda
vivir en cautiverio? ¿Cómo creer que un cuento va a amarles después de haberlo
atrapado no sólo mediante engaño sino con la finalidad de mantenerlo
enjaulado?... Y finalmente, ¿qué se puede hacer con un cuento encerrado, sometido;
un cuento que no puede volar, cantar, perfumar y encantar a todos con sus
transformaciones?
La captura de cuentos silvestres no tiene
nada que ver con la cacería de animales salvajes. Cuando uno doma a un cuento,
no lo despoja de la vida y ni siquiera de su libertad. Cuando uno adopta un
cuento silvestre, lo hace feliz porque le quita su único defecto, su desgracia
natal: lo arranca del anonimato, de la soledad, del silencio en que hasta
entonces había vivido.
Cuando uno se hace con un cuento silvestre es
para compartirlo, para volverlo visible, para darle una forma que todos puedan
ver, una voz que todos puedan escuchar; para marcarle un origen a partir del
cual el cuento -ya no más silvestre y solitario, sino literario y público-
puede comenzar a vivir su propia aventura: una aventura siempre cambiante, una
aventura que es otra con cada lectura, con cada lector.
¡Que belleza! Muchas gracias :)
ResponderEliminarPues si....!
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