“Dopey desaparece”
–Si
Isel se antoja de jugar a “Papá y Mamá” o “Al médico”, yo seré el papá o el
médico –me advirtió Rubén antes de salir de casa–. Ella será la mamá, por
supuesto, y como no puede haber dos papás ni dos médicos, tú tendrías que ser
nuestro hijo, sano o enfermo…
Mi
hermano siempre ha sido bastante mandón. Y yo, no es que me guste obedecer,
pero menos me gusta discutir; así que tuve que decir que sí.
Cada
vez que íbamos de visita, Mamá nos recordaba que debíamos ser amables y
corteses, comernos todo lo que nos ofrecieran, bebernos todo lo que nos dieran
y no contradecir a los dueños de casa. Pero aquella visita era especial porque
la familia de Isel era “repatriada”.
A
ti esa palabra no te suena porque ya no se usa. Pero en aquella época,
cualquier niño sabía lo que era una familia “repatriada” porque cada vez que
aparecía alguna, se hablaba mucho de eso.
Lo
que te cuento ocurrió en 1965. Entonces,
cada vez que volvía de Estados Unidos alguno de los muchos que habían huido de
la tiranía de Batista, lo celebraban como a un héroe. Pero eso solo duraba los
primeros días y después cada quien volvía a sus cosas.
Mi
mamá, en cambio, había decidido que Isel, su hermana Evita y los padres de
ambas necesitaba más que un cálido recibimiento. Ya hacía como dos meses que
habían llegado al barrio y todavía, según ella, necesitaban ayuda para
“reintegrarse”.
Repatriada,
reintegrarse… Tal parecía que aquella no era la familia Rodríguez sino la
familia Rerre…
Y
el domingo en que comienza esta historia, fuimos todos de visita a casa de la
familia Rerre.
Al
principio mi hermano se negó. Que en la escuela, durante el recreo, nosotros
jugáramos con Isel y con otras niñas, podía ser. Pero en su casa, no. Porque en
sus casas las hembras juegan a las muñecas, y ¡eso sí que no! ¡Un niño de 9 ó
10 años no juega a las muñecas!
Sin
embargo, mi hermanita, que ya había ido a jugar con la más chiquita de las
repatriadas, habló de una enooorme caja llena de juguetes… y mi hermano dejó de
protestar.
Mientras
las mamás conversaban en la cocina y los papás se ponían a arreglar no sé qué
en el cuarto de desahogo, mi hermana y Evita se quedaron en el pasillo, colectando
hojas para jugar a los cocinaditos, y mi hermano y yo seguimos a Isel hasta su
cuarto.
Lo
primero que vimos fue una muñeca increíble: era tan alta como mi hermana. Decía
“Mamá”, “Papá”, “Hola” y “Gracias”, y caminaba, despacito, cuando le dabas la
mano y tirabas de ella.
–¡Prohibido
jugar a las muñecas! –me recordó mi hermano en un susurro.
–¡Claro!
–respondí.
Pero
una muñeca como aquella no se veía todos los días y no pude resistir la
tentación de darle un jaloncito. Debo
haber tirado demasiado fuerte porque la muñeca se cayó. Rubén la atrapó antes
de que golpeara el suelo con la frente y la puso de nuevo en pie. Pero así y
todo, la muñeca lloró, como denunciándome.
–¿Qué
te dije? –me regañó mi hermano.
–No
importa –intervino Isel–. Pasa todo el tiempo. Tiene los pies demasiado
pequeños…
En
el cuarto había otras muñecas, normales, y un montón de animales de peluche:
ositos, conejos, gatos, ardillas y otros que no pude identificar. Daba muchas
ganas de jugar con ellos, pero no me atreví a mover un dedo antes de saber si
mi hermano los juzgaba aceptables.
No
llegué a saberlo, pues en ese momento Isel sacó la famosa caja de juguetes de
debajo de la cama.
Era
casi tan larga y ancha como la cama misma y estaba tan llena que pesaba un
montón. Pero como tenía rueditas, salió de un tirón y, ante nuestros ojos
deslumbrados, apareció la mayor cantidad y variedad de juguetes que hubiésemos
visto en nuestras cortas vidas.
Había
de todo, en plástico, madera, lata y goma: cubos para armar, muñecas pequeñitas,
animales de todas clases y colores, una carreta con bueyes y vaqueros, unos
indios con tipi y todo, dos autitos de color rosa y violeta (lo que, según mi
hermano, indicaba claramente que eran para niñas) y, sobre todo, un montón de
personajes de dibujos animados entre los que reconocimos inmediatamente a
Mickey Mouse, el Pato Donald, Bugs Bunny, Dumbo, Blancanieves y los siete
enanitos…
Blancanieves
tenía los mismos colores que en la película, pero los enanitos eran de simple
goma color crema. Pese a ello, mi corazón dio un vuelco cuando identifiqué a
Dopey, mi preferido.
Dopey
es el más joven de los siete enanitos, tiene una sonrisa encantadora, un ropaje
que le queda demasiado grande y unas orejas tan grandes como las mías. En la
película se ve bastante tímido e ingenuo. O sea, igual que yo… aunque en esa
época yo todavía no conocía estas palabras.
Escogimos
los juguetes con los que íbamos a jugar: Rubén cogió un Robin Hood y lo montó
en un caballo blanco que le quedaba un poco chico, Isel prefirió una princesa,
que no supe si era la Bella Durmiente o Cenicienta, y la metió en una carroza
anaranjada, parecida a una calabaza (me dije debía tratarse de Cenicienta, pues
Isel era una niña muy coherente). Yo me
quedé con Dopey, por supuesto, y como los otros insistían, lo acompañé de una
ardilla de terciopelo dorado que era casi mayor que él.
Armamos
un escenario bastante loco donde se codeaban un castillo medieval, tres cactus
del Far West, varios vagones de un trencito eléctrico que montamos sobre un
tramo de línea en curva (no hubo manera de que diéramos con la locomotora), jirafas,
elefantes y leones (Isel no supo decirnos si poseía un Tarzán) y una muñeca muy
grande, que apoyamos en la cabeza y los pies, con la cintura doblada, y que cubrimos
con una toalla carmelita para que sirviera de montaña.
Jugamos
durante una hora por lo menos. Imaginamos una historia de muchacha secuestrada
(la princesa, Cenicienta o Bella Durmiente) por un malvado (le echamos mano a
un Batman que había perdido la cabeza y la sustituimos por un dedal). Ese
malvado, que propuse llamar La Máscara de Hierro, encerraba a la muchacha en un
tren abandonado en pleno desierto. Robin Hood llegaba en su caballo Estrella, y
con la ayuda del astuto Dopey y su ardilla voladora (otro invento mío), salvaba
a la princesa. La batalla final fue un sangriento combate entre los elefantes, jirafas
y leones amaestrados por La Máscara de Hierro, y unos indios de pasta (venían en
grupos de cuatro, con los pies pegados a una planchita del mismo material) que
formaban la tribu de los Cortadores de Cabezas de Sherwood (invento de mi
hermano). A Isel no le gustó demasiado que hubiera tantos muertos en el combate,
y tuvimos que aceptar que al final la Princesa y Robin se casaran y se dieran
un beso como en las películas.
En
ese momento nos llamaron a merendar por tercera vez.
–¡Recojan
los juguetes de una vez! –exigió la mamá de Isel.
Cogimos
los juguetes a puñados y los tiramos en la caja que, con tal amontonamiento,
tuvo dificultades para deslizarse bajo la cama.
Yo
hasta el último momento mantuve a Dopey en mi mano y, juro que sin pensarlo, me
lo metí en un bolsillo.
…
Bueno; tanto como sin pensarlo, no…
Desde
que lo vi por primera vez, sentí que tenía que ser mío. Yo no quería robárselo a
Isel, pero una vocecita insinuante empezó a decir en mi cabeza que a ella no le
hacía falta, que las repatriadas tenían tantos juguetes que ni cuenta se iban a
dar de la ausencia del enanito. Es más, seguía diciendo la voz tentadora, ellas
ni se han percatado de su existencia. Nada más había que ver sus tristes ojos,
concluyó la voz: se veía que estaba sufriendo, abandonado en ese cajón repleto
y oscuro.
“¡Dopey
me necesita!”, decidí.
Pero
cuando me lo metí disimuladamente en el bolsillo, mi corazón se puso a saltar y
mis orejas cogieron fuego. ¿Y si alguien se daba cuenta? ¡Qué vergüenza tan
grande! Mi madre me obligaría a devolverlo y a pedir perdón delante de todo el
mundo. Isel me iba a mirar con lástima y Evita, con asombro. Mi padre me iba a
castigar a pasar el domingo en el rincón más aburrido de la sala; lejos de
donde mi hermano y mi hermana estarían jugando, mirando la televisión o
comiendo chicharritas.
Y
Dopey estaría más triste que nunca, porque no solo estaría de nuevo en el
cajón, perdido en medio de tanto juguete inútil, sino que sufriría pensando que,
por su culpa, yo estaba castigado. ¡Jamás volverían a invitarme a casa de Isel,
jamás se repetiría aquella ocasión de ser libre y jamás volveríamos a vernos!
Tan
angustiado estaba que no pude terminar mi queque con guayaba ni mi refresco de
mamoncillo. Pero nadie se dio cuenta porque mi hermano los terminó por mí.
Hasta
el momento en que salimos por la puerta estuve temblando, temiendo que en el
último momento alguien dijera: “¿Me enseñas eso que tienes en el bolsillo?”.
Pero tampoco estuve más tranquilo en el camino de regreso, porque en cualquier
momento temía oír la severa voz de mi padre o la indignada voz de mi madre
ordenando: “¡Enséñame lo que tienes en el bolsillo!”.
Ni
siquiera volví a respirar normalmente cuando llegamos a casa y nos quitamos la
ropa de visita para ponernos un short y un pulovito de todos los días, pues quedaba
la posibilidad de que mi hermano dijera, con voz burlona: “¿Me vas a enseñar lo
que tienes en el bolsillo o no?”.
Rubén
y yo estábamos juntos en quinto grado, pero él me lleva un año. Es que cuando
estábamos en segundo, vivíamos en un pueblito de montaña donde la única escuela
solo tenía un aula, y todos los niños recibían clases juntos. Por eso, cuando
volvimos a Santa Clara, mi mamá nos matriculó a los dos en tercer grado.
Pero
aunque estudiáramos la misma cosa, no jugábamos siempre a lo mismo, ni con los
mismos amigos. A veces él se iba a practicar pelota o a mataperrear con los
“Mándale-el-viaje”, como les decía mi abuela a sus amigotes, y yo me quedaba en
casa, jugando solo. O me iba a jugar con un vecinito.
La
primera vez que esto ocurrió desde que Dopey estaba conmigo, me atreví a sacarlo
a la luz del sol.
Íbamos
a hacer una carrera de carritos. Yo tenía una camioneta verdeazul, Jorge tenía
un descapotable rojo y otro chiquito tenía un camioncito verde. Todos de lata, del
tamaño de un zapato, con ruegas de goma y con motor de fricción. Así que los
amarramos con una pita y comenzamos a correr tirando de ellos; desde el portal
de mi casa hasta la esquina, donde debíamos doblar y volver al punto de partida.
El ganador sería el que diera las tres vueltas más rápido y sin que se le
volcara el carrito.
Mi
camioneta verdeazul cargaba habitualmente seis cantinitas de leche. En su lugar
instalé a Dopey.
–
“Con tu ayuda” –le susurré–. Vamos a ganar la carrera.
En
la primera vuelta, le saqué ventaja a Jorge. En la segunda vuelta, quedé
empatado con el chiquito del camión verde. Y en la tercera llegué delante.
–¡Ganamos,
Dopey! –grité.
Pero
cuando me volví para festejar nuestra victoria, descubrí que mi camioneta estaba
vacía. Volví sobre mis pasos, pensando que Dopey se había caído en la recta
final.
Pero
no lo encontré. Y Jorge y el chiquito del camión verde, demasiado atentos a sus
propios carritos, no lo habían visto. Revisé cuidadosamente el trayecto; sobre todo
la esquina. Allí doblábamos a toda velocidad y Dopey podía haber salido
despedido de la “cama” de la camioneta.
Mis
amigos me ayudaron a buscar: entre las maticas que crecían en el sitio donde se
acababa la acera, en la cuneta… Especial atención dedicamos al tragante: las
ranuras entre sus barras de acero parecían demasiado estrechas para dejar pasar
a Dopey, pero no paramos hasta conseguir que un grande que pasaba por allí nos
ayudara a levantar la pesada reja de hierro para mirar bien debajo.
Le
dijimos que se nos había perdido una peseta de plata, de las antiguas, y él
mismo nos ayudó a sacar los papeles sucios y las hojas secas, que era lo único
que había en el fondo.
¡La
misteriosa desaparición de Dopey me tuvo sin sosiego durante días! Cada vez que
pasaba por la acera, por la esquina… yo miraba atentamente, con la absurda
esperanza de verlo reaparecer. Llegué a
sospechar que Jorge o el chiquito del camión verde se lo habían cogido.
Pero
Jorge me recordó que él era mi mejor amigo, y el chiquito juró por su madre y
por “que me caiga muerto aquí mismo”, dándole un beso a una medallita de la
virgen, que él no había sido.
Les
creí. Y más cuando, esa misma noche, soñé que Dopey me decía adiós antes de
reunirse con los otros enanitos. Por encima de sus espejuelos, Doc me lanzó una
mirada severa.
Dos
días después, en casa de Isel… vi a Dopey en la caja de juguetes.
No
me atreví a mirarle a la cara. No me atreví a cogerlo. Confuso, revolví los
juguetes para que lo taparan, y le propuse a Isel que jugáramos al parchís.
No
pasó mucho tiempo antes de que le confiara a mi hermano lo ocurrido.
–Me
castigó por haberlo robado; por separarlo de los otros seis enanitos –dije a
punto de echarme a llorar.
–¡Mira que tú eres bobo! –se rio Rubén–. Había
algunos enanitos repetidos en la caja de Isel. Yo por lo menos vi dos Doc y dos
Gruñón. Por eso viste un nuevo Dopey. El tuyo se perdió simplemente. Se fue por
la alcantarilla para abajo o qué se yo…
No
le creí. Como no he creído nunca que mi enanito simplemente se perdiera.
Todavía
hoy, después de tantos años, estoy convencido de que Dopey se escapó y regresó a
la caja de juguetes de Isel, porque extrañaba a los otros enanitos que, al fin
y al cabo, quería tanto como quizás nunca me quiso a mí.
THE END
(Cualquier semejanza con hechos o personas reales no es casual, pero tampoco ha de creerse que los acontecimientos narrados ocurrieron tal como han sido referidos ni que los protagonistas son tales como aquí se pintan. No obstante, el autor asume la entera responsabilidad por las consecuencias de su publicación)
Incluido
en la antología "Mi juguete preferido". Editorial Gente Nueva. La Habana, 2014
Joel
Franz Rosell
París,
5 de abril de 2013
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