este cuento pertenece a la serie
"Aventuras de Sheila Jólmez y el docto Juancho"
en proceso de publicación(*)
¡Sheila, Juancho, corran…! ¡Ahí vuelve el teniente!
Sheila abandonó el
piano y yo dejé mi rompecabezas. La cosa era urgente y bajamos a la calle, saltando
los escalones de dos en dos.
Cuando llegamos,
el montón de curiosos que permanecía frente a la fábrica de hielo “Polo Norte”,
se abría para dar paso a los dos hombres uniformados y al perro que acababan de
salir de un patrullero de la policía municipal.
–¿En qué quedaron?
–nos preguntó el chico que acababa de llamarnos–. ¿El culpable es Pata'e Plomo
o Nadita?
Sheila se sacó el
chupa-chups que como siempre llevaba en la boca y declaró:
–Nadita.
Yo metí los
pulgares metidos en la faja de mi bermuda, que me apretaba un poco la panza, y
afirmé:
–Pata'e Plomo.
–O sea que estamos
en las mismas –resumió Polito, así conocido porque a su padre, el gerente de la
fábrica, todos lo llamaban su apellido, que era (¡elemental, querido lector!): Polo.
–No estamos en las
mismas –le aclaré–. Yo he explicado mi deducción, mientras que mi dilecta
colega se niega a exponer los intersticios de su razonamiento.
Bueno, lo
reconozco, me encanta usar un lenguaje distinto al de todo el mundo. Es por eso
que me dicen el docto. “Dilecta” e “intersticio”
son palabras las había descubierto recientemente el diccionario.
–Mi querido
Juancho –replicó Sheila, agitando el chupa-chups como hacía nuestra profesora
de matemáticas con su regla–. Yo sí he dicho en qué elementos apoyo mi deducción.
Pero como no di detalles, tú no te has percatado…
Sé que lo hace
para burlarse de mí. Pero por más que lo intente, Sheila no habla como los
libros.
–¡Pues explica,
explica! –pidió Polito–. Pero habla claro.
Antes de que oigas
la explicación que dio Sheila Jólmez, voy a contarte como ella y yo nos vimos
involucrados en este caso.
cuatro horas antes
Aquel lunes de
agosto, Polo había sido, como de costumbre, el primero en llegar a la fábrica
de hielo. Desde el inicio de las vacaciones, Polito lo acompañaba y, mientras
su padre revisaba el funcionamiento de la nueva máquina de hacer hielo, él abría
el portón que daba a la calle y la puerta del patio. Entonces nos llamaba,
puesto que mi casa estaba separada de la fábrica por el altísimo muro de
nuestro patio interior, y la casa de Sheila, en los altos, tenía varias
ventanas que miraban igualmente hacia la trasera de la vieja fábrica de hielo.
Polito, Sheila y
yo asistimos al mismo colegio, pero no estamos en el mismo grado. Por eso el
patio de la fábrica era el único lugar donde nos reuníamos. ¿Qué mejor terreno
de juegos que el cobertizo donde se oxidaban las máquinas de la época en que
los bloques de hielo de “Polo Norte” eran utilizados por la mitad de los bares
y cafés de la ciudad?
Ahora todo el
mundo tiene neveras eléctricas y los únicos clientes de “Polo Norte” son los
vendedores ambulantes, algunas pescaderías y otros negocios a los que, por diversa
razón, no les basta con la electricidad para enfriar su mercancía.
Ya no estábamos en
edad de jugar a los escondidos o a la guerra de las galaxias, pero le dábamos
vuelta al proyecto de echar a andar de nuevo alguna de aquellas máquina… aunque
todavía no sabíamos exactamente para qué y mucho menos cómo. Pero Polo nos
dejaba en paz y se ocupaba de comprobar que durante la noche la nueva máquina había
renovado la reserva de bloques de hielo, de un metro de alto y medio metro de
lado, que sus clientes rompían en pedazos o se llevaban enteros.
Los lunes, había
menos trabajo en “Polo Norte”. Muchos negocios descansaban ese día de la
intensa actividad dominical, o abrían solo por la tarde. Así que los clientes,
más escasos que de costumbre, no aparecían hasta bien entrada la mañana.
Pero el lunes de
este cuento, al gerente lo esperaba una desagradable sorpresa: la puerta de su
oficina estaba abierta, la cerradura arrancada y la "caja fuerte"
vacía.
–¡Concho! –gimió Polo–.
¡La caja fue-fuerte...!
–¿Ladrones? –preguntamos
nosotros, y nos acercamos a mirar.
–¡No toquen nada! –nos
advirtió–. Voy a avisar a la policía.
Dentro de la
fábrica, la cobertura era mala, y Polo corrió a la calle, celular en mano, para
hacer su importante llamada.
Los ojos de Sheila
Jólmez brillaron como cada vez que se sentía “la más joven detective del
mundo”.
–¡Es nuestra
oportunidad! –dijo.
–¡Investiguemos! –repliqué.
–Pero no pueden
entrar en la oficina –nos recordó Polito.
–¡Ni que hiciera
falta para saber que rompieron la cerradura sólo para despistar! –contestó
Sheila.
–¿Cómo lo sabes? –se
admiró Polito.
–Porque la
rompieron después de abierta. Fíjate en el marco de la puerta: si hubieran
forzado la cerradura, estaría estropeado en algún sitio.
La oficina quedaba
inmediatamente detrás del área de despacho, en el mismo corredor que pasaba
ante el local de la nueva máquina de hielo y el depósito de agua. La pieza no
tenía otra abertura que la puerta y un ventanuco alto y estrecho, sin barrotes.
–Pasaron por la
ventana –dijo Sheila.
–Tiene que ser –confirmó
Polito–. La única llave de la oficina la tiene papá, enganchada en la misma
cadena que la llave de casa. Nunca se le presta su llavero a nadie, ni siquiera
a mi mamá.
–Pero ¿cómo habrán
llegado hasta aquí? –pregunté-. A menos que alguien salte el muro que separa a la
fábrica de hielo de mi casa, y eso no pudo ocurrir, el portón que da a la calle
es la única forma de entrar. ¿Estaba bien cerrado cuando llegaste esta mañana
con tu papá?
Polito afirmó con
la cabeza
–Entonces…
–¡Elemental, mi querido
Juancho! –intervino Sheila Jólmez–. El ladrón es uno de los empleados de la fábrica.
Ellos tienen llave del portón, ¿verdad, Polito?
En ese momento los
tres dimos un salto: acabábamos de oír un ruido procedente del área de despacho.
¿Habrían llegado ya los empleados? ¿Y si el culpable nos había escuchado?
Respiramos
aliviados. En lugar del vigoroso corpachón de Pata'e Plomo, la menuda figura de
Nadita o el renqueante esqueleto de María Emilia, quien apareció fue Polo.
Resoplaba como si acabara de correr los cien metros planos en nueve segundos.
–Se llevaron la
recaudación de sábado y domingo –comentó el gerente, abrumado–. Normalmente
solo tendría que estar el dinero del domingo por la tarde, pero este fin de
semana tuvimos tanto trabajo que no pude ir al banco... ¡En la caja fue-fuerte
había más de cinco mil pesos!
Polito y yo soltamos
un silbidito de admiración.
Sheila no le
prestó atención a la cifra. Su atención estaba acaparada por un charco de agua,
delante de la oficina. En todo el fin de semana no había llovido y en las
inmediaciones no había ningún grifo o tubo que hubiese podido gotear, pero…
¿qué importancia podría tener eso?
Más lógico me
pareció que Sheila se agachara para examinaba el piso de la oficina. No estaba
muy limpio y eso ayudaba a percibir que en la polvorienta superficie no había
huellas de humedad: ni delante del buró, ni entre las desfondadas butacas y el
armario atestado de facturas viejas. Desde donde nos hallábamos, tampoco conseguimos
notar nada de particular ante la caja "fue–fuerte"… como la llamaba Polo,
no por nerviosismo ni porque fuera gago, sino porque "fuerte" ya no
lo era desde hacía años.
Cuando llegaron
los policías, la primera pregunta que le hicieron fue porqué dejaba el dinero
en una caja fuerte que no podía resistir el asalto de un ladrón mediocremente
equipado.
El pobre Polo
balbuceó una tontería:
–Le tenía más
confianza a la cerradura de la oficina que a la caja. Y como siempre me llevo
la recaudación al banco, no iban a robar precisamente el único día que…
–Ya ve usted que sí
–interrumpió el teniente Estrada (así supimos que se llamaba), y soltó una
frasecita que, sin dudas, había aprendido en la escuela de policía años atrás–.
“Sea cual sea la habilidad del delincuente, la mayoría de los delitos serían
imposibles sin un descuido por parte de la víctima”.
A continuación, el
teniente Lestrada nos mandó salir a todos. El técnico y él iban a inspeccionar
el escenario del crimen.
dos horas después
Sheila, Polito y
yo estábamos en la primera fila de curiosos. A través del portón de “Polo
Norte” podíamos ver el corredor, donde se activaban los policías, y el área de
despacho, donde se habían congregado los empleados de la fábrica. Polo seguía
nervioso, Pata’e Plomo miraba a todos lados con su habitual cara de malo,
Nadita se limaba las uñas como si allí no pasara nada y María Emilia trataba de
no caerse de la butaca giratoria atornillada al suelo, tras el mostrador.
–¿Por qué te quedaste
callada?– le pregunté a Sheila–. Explica en qué apoyas tu convicción de que la
culpable es Nadita?
Sheila mordió lo
que debía quedar de su chupa–chups y, apuntándonos con el palito de la golosina,
preguntó:
–¿Estamos de
acuerdo en que el ladrón entró a la oficina por la ventana?
–Estamos –respondí–.
Por eso hemos eliminado a María Emilia de la lista de sospechosos.
-Con sus años y
reumatismos, no está como para andar trepando paredes –se rió Polito-. Y si le
hubiera dado un golpe a la cerradura, lo que se hubiera roto en pedazos es su
esqueleto.
–Y sin embargo,
nada te impide imaginar a Pata'e Plomo metiéndose por esa ventanita alta y
estrecha? –me dijo Sheila, siempre apuntándome con el palito del finado chupa-chups.
–Bueno… haciendo
un poco de esfuerzo…
–Un "mucho de
esfuerzo", dirás. Tendría que poder apoyar los pies en la pared de
enfrente para hacer pasar su barrigota por ese hueco.
–¡Pues no creo que
le resultara más fácil a Nadita! –le porfié–. El ventanuco está demasiado alto
para ella.
–Le bastaría con
encaramarse en algo –replicó Sheila Jólmez con una rapidez que demostraba que
ya había pensado en ello.
–Pues no veo en
qué –terció Polito–. En la fábrica de hielo no hay nada en qué subirse.
En efecto, ni en
el área de despacho ni en el pasillo ni en ningún otro lugar, había nada que
Nadita hubiera podido poner delante la oficina del administrador para treparse
y alcanzar el ventanuco.
–Ahora no –contestó
Sheila, imperturbable–. Pero anoche sí había...
–¿Qué? –preguntamos
Polito y yo a una sola voz.
Sheila levantó el
brazo y apuntó.
Pero antes de que
pudiéramos ver a qué se refería, vimos que uno de los policías salía
bruscamente de la oficina y atravesaba el pasillo, remolcado por un enorme pastor
alemán, amarillo y negro. El perrazo se abalanzó sobre Nadita, ladrándole ferozmente.
El policía tuvo
que aferrarse a la correa para que el animal no mordiese a la empleada que,
presa de un ataque de nervios, no tardó en confesar que ella era la ladrona y que
había roto la cerradura para que las sospechas cayeran sobre Pata’e Plomo u
otro cualquiera.
La turba de
curiosos se agitó. Algunos comenzaron a insultar a Nadita. Los policías ordenaron
silencio, y obligaron al gentío a apartarse de la fábrica de hielo.
Nosotros nos
replegamos a la acera de en frente. Allí estábamos tranquilos, a salvo de oídos
curiosos. Y Polito preguntó:
–¿Cómo supiste que
Nadita era la culpable?
Yo ya tenía una
vaga idea y afiné la pregunta:
-¿Por fin vas a explicarnos
en qué se subió?
Cuando llega la
hora de las explicaciones, Sheila Jólmez siempre se toma su tiempo. Sacó del
bolsillo un puñado de chupa–chups, escogió uno de fresa, que es su sabor
preferido, lo desenvolvió sin prisas y, solo tras metérselo en la boca, levantó
una vez más el brazo. Su dedo índice apuntaba a la fachada de la fábrica.
Polito y yo seguimos
su ademán con los ojos, sin comprender.
–Se subió en un
bloque de hielo...
Y entonces vimos
lo que mirábamos sin ver: los dos rectángulos blancos que encuadraban las
grandes letras de “POLO NORTE”. Dos rectángulos que representaban sendos
bloques de hielo.
– ¿No recuerdas, Polito,
que ayer tu papá protestaba porque “la tonta de Nadita” había reservado el
mejor bloque de hielo para un cliente que nunca vino?
–Me acuerdo, sí.
–El cliente era
ella misma. Necesitaba ese bloque como escalera…
Respiré a fondo y
dije:
–Recapitulemos:
Nadita regresó a la fábrica después del cierre, entró con su llave, arrastró el
bloque de hielo hasta debajo del ventanuco y entró en la en la oficina. Ella no
solo sabía que era muy fácil forzar la caja fue–fuerte, sino que estaba llena
como nunca. Después de cometer su fechoría, no se molestó en cambiar de sitio
el bloque de hielo porque sabía que el calor de la noche bastaría para derretirlo…
¡El crimen perfecto, cometido con un
arma que se desaparece a sí misma!.
–Si no hubiera
sido por el olfato del perro –comentó Polito–. ¿Quién la hubiera descubierto?
Sheila hizo “ejem–ejem”
sin sacarse el chupa–chups de la boca, y no me quedó más remedio que declarar:
–¡Quién si no la
genial detective Sheila Jólmez, que no deja escapar ningún detalle, ni siquiera
un insignificante charco!
Y ella, sin la
menor señal de modestia, confirmó:
–¡Elemental, mi
querido Juancho!
(*) la primera versión de este cuento ha sido publicada en el sitio Papalotero del portal Librínsula, de la Biblioteca Nacional de Cuba