el mago del cuento... soy yo

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autorretrato inédito en libro, inicialmente concebido para "Sopa de sol"

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jueves, 12 de noviembre de 2015

Al principio fue el verbo... en portugués

Esta es la primera versión de uno de los textos más importantes de Los cuentos del mago y el mago del cuento.


"Sueños" es un cuento que inventé, en portuñol, para que luego sería mi esposa, una francesa venida de Brasil al Festival de Cine La Habana en 1988. Entonces yo todavía no hablaba francés, pero acababa de concluir mis estudios de portugués y en esta lengua nos hablamos.

Escrito en una simple hoja de papel, le regalé el texto improvisado la noche antes, la mañana de su retorno a Río de Janeiro. 

Fue solo algunas semanas después que me di cuenta de que aquel era un cuento publicable y le pedí me mandara una copia por fax y lo reescribí en castellano. Por todo esto no es entonces tan raro que el texto apareciera en portugués cinco años antes que en castellano (como parte del libro Los cuentos del mago y el mago del cuento (Ediciones de la Torre. Madrid, 1995 ).

Lo singular es que fuera este el texto escogido por Laura Sandroni, a poco más de un año de mi llegada a Brasil, para la revista Ciencia Hoje das Crianças (Ciencia Hoy para niños). Laura trabajaba entonces en su excelente traducción de mi libro Era uma vez un jovem mago que aparecería, también con ilustraciones de Rui de Olivera, en la colección Veredas de la Editora Moderna (Sao Paulo) un año después (julio de 1991, cuando ya me aprestaba yo a instalarme en Dinamarca. 



Era uma vez un jovem mago fue mi tercer libro y el primero de los muchos que finalmente he publicado en una lengua extranjera antes que en castellano. En efecto, la versión definitiva (ampliada, reorganizada y corregida) aparecería solo cuatro años después, con el título de Los cuentos del mago y el mago del cuento, cuando ya yo residía en Francia, tras tres años en Dinamarca.

¿Complicada historia, verdad? 

tapa del número de Ciência Hoje das Crianças con mi primer texto en portugués (Brasil)




miércoles, 19 de agosto de 2015

un cuento para refrescar el verano


dibujo de Thomas Simplet (en 1992 tenía unos 7 años) que me inspiró para la escritura de ese cuento


EL PAJARO EN EL CAMINO

(improvisación al teclado)*



El pájaro viene, o acaso va, por un camino negro de piedras verdes.
El pájaro tiene dos picos: uno delante y el otro detrás; por eso difícilmente se sabe si viene o si va. Solamente quien conoce muy bien su camino puede saber a qué atenerse respecto a tan extraordinaria criatura. El pájaro de dos picos devora el camino por el que avanza y con el pico que tiene detrás crea, como un canto singular, un nuevo camino. Lo dicho, quien conoce bien su camino no tiene problemas con este pájaro imprevisto, pero también se priva de insospechables aventuras. Andar por un camino que de repente se transforma en música tiene sus ventajas; sobre todo si se trata de un camino polvoriento.   




Paseaba yo por el campo en un excepcional día de verano. Una triple nube: anaranjada, azul y violeta cubría una parte del cielo claro. La hierba olía bien, hacía calor y cantaban las cigarras.
De repente apareció frente a mí el pájaro de dos picos. Me miró con su ojito negro, brillante como el agua de un pozo profundo, y de un picotazo se comió un tramo de camino de por lo menos vara y media. El pájaro parecía simpático y no creo que abrigara la menor perjudicarme, pero su apetito era visiblemente inaplazable. Di pues un prudente salto al costado y desde la cuneta lo vi avanzar con el pico abierto, devorando tranquilamente el camino.
Entonces comprendí que mi situación era mucho más extraña de lo hubiera podido imaginar. El pájaro hacía desaparecer el camino por donde yo había llegado, pero con el pico de atrás creaba un nuevo camino. De manera que no solamente yo no podía llegar al lugar que había previsto, sino que tampoco podía regresar a mi casa, ni alcanzar sitio conocido alguno.
En otras circunstancias me habría alarmado, pero no en las que enmarcaban los hechos que relato. La guerra de Yugoslavia se había extendido a mi calle, llamada calle Y, y mi casa había sido destruida por varias bombas de fabricación casera (una segunda coincidencia nunca es casual).
El camino que el pájaro iba cantando delante de mí no tenía nada de inhóspito. En vez de estar constituido de tierra, adoquines o asfalto, lo formaba una sustancia negra, muy densa y firme, pero suave como caucho, sobre la cual reposaban redondeles de hierba verde y jugosa. Me incliné para examinar uno de ellos y noté con asombro que estaba constituido por infinitos rascacielos en miniatura. Maravillado por este descubrimiento, recogí la "piedra" (es a lo que más se parecía: a una piedra de camino), pero al acercarla a mi ojos advertí que lejos de semejar edificios, los filamentos verdes eran otros tantos cilindros que se hundían hacia el centro de la piedra. Estuve a punto de ser tragado por la “piedra” pues los filamentos tenían la peculiaridad de dilatarse hasta superar la talla de quien tuviera la mala idea de rozarlos con el dedo.
Volví a colocar el extraño objeto en su lugar... Es decir, al lado de donde había estado antes, pues al yo levantarlo, la masa negra e inerte que formaba el camino se había encabritado como un gel en furiosa ebullición, dando origen a una nueva cosa verde. De ésta saltaron diminutos fuegos de artificios al volver su compañera al suelo. Estoy persuadido de que, derrotada mi curiosidad, los cilindros verdes habían vuelto a ser diminutos rascacielos, evidentemente habitados (nunca sabremos por quién).

Decidí continuar adelante.

El pájaro de dos picos había desaparecido. Supongo que había saciado su apetito, porque al cabo de unos minutos de marcha me encontré en el camino original. Al parecer, la criatura había levantado el vuelo, pero antes había hecho su caca: dos enormes esferas anaranjadas, con una piel semejante a la de las piñas, pero delicada como trinos de canario. Del interior de una de las esferas salía una música bella e intensa. Se la veía claramente, alzándose en la brisa y provocando en el paisaje una turbulencia semejante a las que provoca el aire recalentado sobre las autopistas del verano.
La música era evidentemente orquestal. Las notas eran muchas, pero el pentagrama no arañaba las hojas de los árboles al atravesarlas. De vez en cuando se veía el destello ultravioleta de un do sostenido o caía al suelo la cáscara rota y tibia de un re mayor. La melodía era húmeda. De hecho, no recuerdo tal impresión de agua desde que escuché el Vals bajo las olas en el submarino amarillo del profesor Tornasol.
Tras la larga sequía de aquel año, un concierto así de mojado resultaba más que oportuno. Pero yo recién salía de un pertinaz resfriado y preferí acercarme a la otra "piña".
Inmediatamente sentí la corriente de antipatía que circulaba entre las dos. Siempre me preguntaré cómo, un mismo pico trasero de pájaro devorador de caminos, pudo engendrar cosas tan diferentes. La respuesta del enigma está, sin duda, dentro de las “piñas”; pero ¿quién se atreverá a realizarles la autopsia? No existe bisturí bastante delicado para cortar pieles tan aterciopeladas, y por otra parte, los cirujanos forenses son famosos por su pésimo oído musical y nunca podrían leer entre los arpegios que (hasta ahí hemos llegado a saber) rellenan las "piñas".
La segunda deposición del pájaro de dos picos era decididamente antiestética.
Es una actitud que conozco muy bien, pues durante nueve años trabajé en un organismo dedicado a difundir la misma postura entre la población. En realidad yo no hacía nada en aquella institución. Me habían nombrado allí justamente para castigar mi desvergonzada parcialidad respecto a la cultura. Reconozco que en cuanto veo las huellas del paso de una cultura (de la especie que sea) corro a besar el contorno interior, hacia el talón, allí donde se le insinúa el azul de la ‘u’.
Deduzco que mi comportamiento reprobable y vicioso me lo contagió una tía‑abuela muy aficionada a las novelas radiales, pero igual podría ser consecuencia de las repetidas insolaciones que sufrí durante mi primera adolescencia. Creía yo que el tono purpúreo de mi piel me protegía del sol amontillado de mi país natal, y cuando descubrí mi error ya era demasiado tarde.
El caso es que me acerqué a la segunda "piña", que irradiaba un agradable fresquito. La sutil frescura disimulaba perfectamente el olor a azufre y no tuve tiempo de lanzarme a la cuneta antes de la explosión; una explosión de celos que me hizo volar por los aires.
Pasado un plazo razonable, me di cuenta de que no descendía.
Ante la imposibilidad de prolongar este relato indefinidamente, no me queda otro remedio que acudir a un final abierto...

Aunque también pudiera acudir a una cita salvadora:
"La clave del camino,
más que en sus bifurcaciones,
su sospechoso comienzo
o su dudoso final,
está en el cáustico humor
de su doble sentido.
Siempre se llega,
pero a otra parte".

Roberto Juarroz

* Este es el primer texto que escribí directamente en computadora (ordenador). Fue a finales de 1992, cuando comencé a utilizar la Compaq que mi esposa había traído de Francia a nuestro hogar en Copenhague. Era, por supuesto, una máquina de pantalla negra y legras grises (con opción de invertir los colores) con sistema DOS. Hasta entonces yo escribía a mano y luego "pasaba a máquina (de escribir, naturalmente)". Al descubrir la rapidez de la escritura en computadora, comparable a la rapidez del pensamiento, mi escritura se liberó y completó la evolución que venía experimentando desde 1986. A partir de este texto, prácticamente toda mi obra (29 libros publicados y no pocos inéditos, así como no menos de un centenar de artículos) los he escrito directamente en computadora (ordenador, como decimos en Francia y en España)... aunque sigo teniendo decenas de cuadernos de apuntes.  



viernes, 7 de agosto de 2015

Don Agapito el apenado


edición agotada

Don Agapito el apenado no consiguió tantos lectores como su primera editorial, la excelente Kalandraka, esperaba y ha sido sacado de catálogo al cabo de solo seis años en busca de sus lectores. 
La vida de una obra literaria y la vida de sus ediciones se rigen por criterios diferentes. En el primer caso, la cuestión es estética, en el segundo, comercial, de estructuras, formatos, demanda, definición del "target"...
Don Agapito el apenado es uno de mis cuentos preferidos, pero sufre del hecho de que doy a mi obra formas propias de la literatura infantil y, en consecuencia, la publico en ediciones para niños... incluso cuando tiene un tema que no resulta tan evidentemente infantil. 
Aquí se trata de la historia de un jubilado que se mete a “canguro”, a babysitter o, más exactamente, a “painsitter” (cuidador de penas ajenas). Para decirlo con la claridad que pedía Thoreau (él reclamaba sencillez en la vida y no simpleza en la expresión, porque la simplificación de lo complejo, nos explica hoy Edgar Morin, no hace más que complicarnos la vida): Don Agapito dedica sus muchos momentos libres, de jubilado, a alimentar con sus pensamientos y cariño los problemas de vecinos y conciudadanos que están demasiado ocupados por esas cosas secundarias que nos llenan el día-a-día y que nos dejan a todos sin tiempo para lo esencial.


Don Agapito el apenado no es un relato abstracto y engorroso, es una historia llena de imágenes (literarias, aunque también tenga las dibujadas, tan inteligentemente, por Federico Fernández) y no carente de humor, donde las penas aparecen como animalejos infelices que solo logran un poco de paz cuando el protagonista los alimenta con pensamientos selectos. Él ha encerrado esas penas, abandonadas por sus propietarios, en la decena de jaulas que había comprado para coleccionar pájaros: “…una para periquitos y otra para un papagayo, una para chorlitos y otra para guacamayos, una para dos mirlos, otra para canarios (…) Pero el día que fue a comprar los pájaros tropezó con una manifestación ecologista y se le quitó la idea de encerrar animalitos”.         
                                                             
Esto lo digo en la segunda página del cuento, y a continuación refiero cómo Don Aga empezó a ocuparse de las penas, preocupaciones, problemas, culpas y hasta prejuicios de sus vecinos: “El problema más visible del señor Réquete Ocupado era que había decidido cerrar una de sus fábricas de helados en la Antártida, lo que dejaría sin trabajo a cuatrocientos pingüinos. Para alguien tan ocupado como él, ésa era una pena pequeña, pero amarilla y lanuda, muy incómoda de llevar, y por eso se la soltó a don Agapito al pasar” (p. 21).
Pronto son muchos los que dejan a mi protagonista un asunto propio para que se lo cuide y… “Una tarde don Agapito se detuvo ante la pena del señor Réquete Ocupado: la amarilla y lanuda, instalada en la jaula para canarios. Se puso a pensar en los pingüinos desempleados, que ahora se pasaban el largo día antártico (dura seis meses) recordando los buenos tiempos: cuando su imagen recorría el mundo en los coloridos envoltorios de los helados "Schlup" (así suenan, parece, los lengüetazos que les damos a los helados). Don Agapito y la pena amarilla sufrían juntos por los pobres pingüinos que ya no podían pagarse vacaciones en las playas de la Antártida, tomando el sol a 5 grados bajo cero, sino que debían permanecer en el pueblo, a 40 grados bajo cero, espantándose los copos de nieve que revoloteaban en la ventisca. “Pero como estaba corto de tiempo, don Agapito se puso también a pensar en las penas de las jaulas vecinas: la de la chica que no podía engordar por causa de su trabajo en el bar del centro y la de cierta abuela que adoraba el chocolate, funesto para su hígado... ¡Y acabó mezclándolo todo! La pena de los pingüinos se echó a llorar porque, a causa de los helados que aquellos producían, había ahora chicas que engordaban y abuelas enfermas...(pp. 35-37)”.
Fue quizás a esas alturas que resonó en mi cabeza una estrofa del soberbio bolero “La Tarde”, de mi compatriota Sindo Garay:
Las penas que me maltratan,
son tantas que se atropellan
y como de acabarme tratan,
se agolpan unas a otras
y por eso no me matan.

Es así que don Aga comprende que su verdadera misión en la vida es compartir el difícil arte de ocuparse de las penas, prejuicios, olvidos deliberados, egoísmos o sueños complicados que nos entenebran la vida.  
Como en mis demás cuentos y novelas, no he querido trasmitir un mensaje (y mucho menos una lección o -¡sálveme Dios!- una moraleja) sino contar una historia que me he creído y no solo creado. Una obra literaria es comparable a un árbol. Nuestro paladar se regala con sus frutos, nuestro olfato se recrea con sus flores, nuestra vista se encanta con la belleza y abundancia de su follaje y nuestras manos comprueban el poderío y refinamiento de su tronco… Pero todo eso , ¿qué sería sin las raíces que se extienden invisibles e irredentas bajo nuestros pies (y los del árbol), sosteniendo y alimentando la formidable estructura que impacta nuestros sentidos?


Sinopsis : La historia de Don Agapito tiene la cualidad del buen humor: se trata de un texto dinámico, contado con un lenguaje actual y con el que cualquier lector se puede sentir identificado. Por otra parte, es una obra no exenta de crítica social, que mueve a la reflexión ante los problemas de los demás y que llama la atención sobre la necesidad de llevar un ritmo de vida más reflexivo, aunque el mundo nos envuelva en su vertiginosa espiral. Porque Agapito va asumiendo, sin darse cuenta, las cavilaciones que preocupan a sus vecinos; para todas tiene una jaula. Las penas que Don Agapito soporta se describen con características humanizadas: se alimentan de pensamientos, tienen necesidades fisiológicas y requieren cuidados constantes, como si de mascotas se tratase.
http://www.eleconomista.es/evasion/libros/libro/55857/Don-Agapito-el-apenado
"Don Agapito el apenado" aborda con mucha imaginación y bastante picardía un tema de mucha actualidad: qué hacer con todas esas cuestiones particularmente importantes para las que nunca tenemos tiempo: prejuicios, culpas, miedos, abandonos, compromisos y obligaciones morales. Para despertar nuestras conciencias dormidas, el autor ha escogido como héroe precisamente a un jubilado, una "persona de la tercera edad", uno de esos viejos que la sociedad de consumo considera inútiles porque improductivos desde el punto de vista del mercado. Es Don Agapito quien, tras renunciar a coleccionar pájaros (primer y no único guiño ecologista del texto) comienza a ocuparse de las penas ajenas... hasta que comprende que no es así que puede realmente ayudar a la gente, y decide enseñarlos a tomar conciencia, todo y cada uno, del abandono en que tienen a sus sentimientos y principios esenciales.
Todo esto, insisto, lo cuenta el autor con humor, con mucha imaginación y con un ligereza de tono que a veces falta en los libros para niñs y adolescentes que abordan temáticas sociales.
Las ilustraciones de Federico Fernández están a la altura: sensibles, sutiles, imaginativas, innovadoras en la forma. El ha sabido echar una mirada muy inteligente sobre el cuento y enriquecerlo con una representación muy gráfica de algo tan indefinible como esas penas, prejuicios y vergüenzas que los personajes del cuento prefieren ocultar.

Firmado: “Ele”. 
Blog Pizca de Papel, 17 de abril de 2009

  

 

Título: Don Agapito el apenado
Escritor: Joel Franz Rosell
Ilustrador: Federico Fernández
Editorial: Kalandraka
Colección: Tiramillas
Ciudad: Sevilla

Año: 2008
Nº pág.: 46
ISBN: 978-84-963880-50-5

Personajes: Agapito - Jubilados - Ancianos
Este libro trata de: Problemas personales - Vejez - Solidaridad – Soledad

Género: Cuentos
Tema: Fantasía – Humor

Don Agapito no sabía en qué emplear todo el tiempo que ahora le sobraba tras haberse jubilado. Su vecino el superocupado le sugirió que podía hacerse cargo de su pena por tener que cerrar una fábrica de helados que tenía en el polo, dejando con ello en el paro a un montón de pingüinos. Y don Agapito así lo hizo, la metió en una de sus jaulas vacías y la cuidó. Pero a esa pena se sumaron otras muchas que le fueron dejando unos y otros. Hasta que aquello empezó a írsele de las manos...

El entrañable jubilado de esta historia pasa de cuidar pájaros a cuidar penas y la situación se va volviendo cada vez más descabellada y divertida. Bajo el amable enfoque de un sentido del humor fantástico y metafórico –bien reflejado en las ilustraciones– aparece la facilidad con que se tiende a delegar los problemas y los conflictos personales en cuanto se encuentra alguien receptivo. Escuchar los problemas de los demás, ser compasivo y solidario está muy bien... sin olvidar que cada uno debe afrontar lo que le corresponde.

Publicado en sol-e


don agapito el apenado

Ilustraciones: Federico Fernández
Kalandraka ediciones.
Pontevedra, 2008.

Album ilustrado, recomendó a partir de 7 años

Don Agapito se jubila y como ha renunciado a criar pajaritos, va llenando las jaulas vacías con penas, preocupaciones, remordimientos… que le van dejando sus vecinos.

Las penas que Don Agapito soporta se describen con características humanizadas: se alimentan de pensamientos, tienen necesidades fisiológicas y requieren cuidados constantes, como si de mascotas se tratase.

Pero la capacidad de Agapito para atender semejante responsabilidad es limitada y pronto se le multiplican los problemas, aunque sean ajenos. La historia nos muestra cuán útil puede ser un jubilado; ya que es precisamente con su paciencia, tranquilidad y mesura que Don Agapito rinde a la sociedad su mejor servicio.

La historia tiene la cualidad del buen humor: se trata de un texto dinámico, contado con un lenguaje actual y con el que cualquier lector se puede sentir identificado. Por otra parte, es una obra no exenta de crítica social, que mueve a la reflexión ante los problemas de los demás y que llama la atención sobre la necesidad de llevar un ritmo de vida más reflexivo (Servicio de prensa editorial)





viernes, 17 de julio de 2015

Alicia en el País de las Maravillosas... cifras



En 2015 se cumplen 150 años de la publicación de "Alicia en el País de las Maravillas" ("Alice in Wonderland" mejor pudo traducirse como País de las Preguntas), obra singularísima, quizás la más prestigiosa y famosa de toda la literatura infantil mundial, de Lewis Carroll ("carrol" significa "ronda") un adulto al que le encantaba jugar con niñas y que, en la seria vida "real" se llamaba Charles Lutwig Dogson y era canónigo, lógico y sobre todo matemático.
Las lecturas que se pueden hacer de esta y de las otras sorprendentes obras de Carroll incluyen las más variadas especulaciones acerca de las cifras. El texto que sigue es una de las tantas locuras que se siente uno tentado de proferir tras leerse de un tirón (solo se autorizan algunas pausas para tomar té) Alicia en el País de las Maravillas, A través del espejo, La caza del Snark o cualquier otra obra de Lewis Carroll (evitar, en cambio, las obras de Charles L. Dogson: peligro de ponerse insoportablemente serio).
sombrero
el sombrero que vuelve loco

Palabras de presentación de un sombrero


de copa en el Encuentro de literatura infantil "Una merienda de locos", durante la Feria Internacional del Libro de La Habana (Sociedad Cultural José Martí, 14 al 16 de febrero 2011)

Queridos amigos:

Siempre fui un pésimo estudiante de matemáticas. Cuando no la llevé de extraordinario, la llevé de arrastre, e incluso una vez solo aprobé la matemática arrastrada a extraordinario (lo que es muy poco... ordinario), por no hablar de las dos ocasiones en que por culpa de esa materia debí repetir el grado. La enemistad con las matemáticas es cosa corriente entre los escritores para niños y Charles Ludtwige Dogson, que dedicó toda su vida a la enseñanza de esta ciencia e incluso publicó sesudos trabajos sobre ella, lo pagó con una escisión de su personalidad. Su más agradable mitad -conocida con el nombre de Lewis Carroll- debe la gloria a sus deliciosas y deslumbrantes historias para niños.
En vísperas de mi viaje a Cuba, la misma noche en que compré una chistera semejante a la que lleva el famoso Sombrerero de Alicia en el País de las Maravillas, fui poseído por el espíritu euclidiano de Carroll/Dogson y descubrí que un importante secreto matemático: la extraordinaria importancia de los números 1 y 11 en la vida de Lewis/Charles Ludtwige:

Nuestro admirado escritor nació y murió en enero, primer mes del año
Fue el primer varón de una familia que sumó once niños y niñas
En 1851 matricula en el Christ Church College, de la Universidad de Oxford, donde vivirá hasta su muerte. Dos días después, y por tanto en ese mismo 1851 muere su madre.
Fue un 11 de febrero que el entonces estudiante Charles Ludtwidge Dogson escoge el seudónimo literario de Lewis Carroll; carroll por cierto, significa cancioncilla o ronda en inglés, y ya sabemos el amor que nuestro autor tuvo por esas rondas inglesas conocidas como nursery rhymes y caracterizadas por su liberador non sense.
En 1861 se ordena diácono, pero renuncia a ejercer como pastor. Un año después, durante un paseo en bote con Alice Liddel, improvisa el cuento « Alicia en el mundo subterráneo » que servirá de base a Alicia en el País de las Maravillas.
En 1871 Carroll escribe y publica A través del espejo, novela que comienza con una partida de ajedrez que Alicia gana en ¡11 jugadas!
En 1876, 11 años después de la publicación de Alicia en el País de las Maravillas, publica uno de sus libros más famosos y enigmáticos: La caza del snark.
1881 es el último año en que ejerce como profesor de matemáticas.
En 1891 se reconcilia con la familia Liddel y se reencuentra con Alicia, ya casada. Ese año publica varios tratados de matemática (su obra en este terreno, por cierto, lo ocupó mucho más tiempo y cubrió más páginas que la obra literaria que le abrió las puertas de la fama y el reconocimiento universal).
Y termino estas cuentas sin pies ni cabeza en febrero de 2011, fecha en que me aparezco por primera vez en la Merienda de Locos con la chistera del Sombrerero loco para rendir descabellado homenaje al padre de Alicia.


viernes, 26 de junio de 2015

Cuento de una noche de verano


Los dientes del tenedor coge-sueños de la Abuela.

Había una vez una abuelita que no podía dormir.

Hay bastantes abuelitas y abuelitos que no pueden dormir. Han dormido tanto durante sus largas vidas, que han gastado sus sueños (algunos niños, muy inteligentes, se dan cuenta de que eso puede ocurrirles y por esos se niegan a irse a la cama temprano).

Pero la abuelita de este cuento no hace como otros de sus colegas peinadores de canas, que se quedaban despiertos durante la noche. Ella no contaba ovejas, no leía libros aburridos, no resolvía crucigramas, no se cantaba nanas, no tejía con lana oscura ni jugaba con la sombra de la luna en la pared.

La abuelita que les cuento tenía algo muy especial (por eso es la Abuelita de Este Cuento): un tenedor de “coger sueños que pasan”.
El tenedor tenía un cabo rocoso, con dos palmeras y una ola, también tenía cuatro dientes: el primero era un Diente de Ajo, el segundo era un Diente de Leche, el tercero era un Diente Torcido y el último era un Diente de León.

Con este magnífico tenedor, la abuela siempre lograba coger un sueñecito.
¿Quién no ha tenido un lindo sueño del que después no se acuerda? ¿Quién no se ha pasado una noche apaciblemente dormido sin tener al despertarse ni un solo recuerdo? ¿Quién no ha soñado lo mismo que un amigo, un familiar o un vecino? Todo esto lo explica el tenedor de coger sueños de la abuela Almohadina.

El Diente de Ajo generalmente enganchaba los pesados sueños de quienes se acuestan con la barriga llena. La abuela se veía arrastrada a sueños en que los esquiaba sobre montañas de merengue, nadando en piscina de limonada, dueña de la mayor pastelería del mundo, tocando una flauta de pan o recibiendo con la boca abierta los pasteles de nata lanzados en aquellas viejas películas de Carlitos Chaplin o El gordo y el flaco.
Pero después de esos sueños, la pobre Almohadina se despertaba hambrienta y pasaba el resto de la noche hurgando en el refrigerador.

El Diente de Leche enganchaba sueños de bebitos, sueños blancos, sueños de vacas y sueños de mantequilla, resbalosos y untuosos. Pescar un sueño con el Diente de Leche en una noche de verano no era una aventura feliz porque con el calor del sueño se cortaba fácilmente y, al uno despertarse, embarrado de mantequilla, tenía que buscar el sueño nuevamente.

El Diente de León proporcionaba sueños muy variados: lo mismo sueños perfumados y coloridos, protagonizados por flores, zunzunes y mariposas, que sueños africanos, poblados de animales exóticos, praderas amarillas o selvas impenetrables. Mi abuela sabía que había pescado un sueño de estos cuando al día siguiente sus nietos se quejaban de sus ensordecedores ronquidos.

Así que, por extraño que parezca, la abuela Almohadina prefería capturar sueños con su Diente Torcido. Con este último diente de su tenedor caza-sueños, la abuela estaba segura de no estar segura del tipo de sueño que iba a tener, que era como si estuviera soñando al natural. El Diente Torcido se enganchaba en cualquier cosa y no lo soltaba fácilmente. A veces capturaba las ovejas que contaba algún vecino insomne, o un sueño ajeno, solo a medias, por lo que la abuela y el dueño del sueño podían compartirlo.

Con bastante frecuencia, el Diente Torcido enganchaba pesadillas, pero este no era el desagradable incidente que podrás suponer, puesto que las pesadillas no son otra cosa que sueños torcidos y torcido + torcido = derecho, por lo que toda pesadilla capturada por el Diente Torcido se desinflaba con el pinchazo y se convertía en algo divertido; como las películas de horror cómico…

(escrito probablemente en Brasil, entre junio de 1989 y agosto de 1991) 

viernes, 20 de marzo de 2015

CÓMO CAZAR UN CUENTO SILVESTRE

Voy a serles sincero; hay muchas formas de hacerse con un cuento, pero sólo una es de probada y durable eficacia cuando se trata de auténticos cuentos silvestres: el cazacuentos.


No me iré por las ramas,  contándoles cómo se encuentra, alimenta y adiestra un cazacuentos. Para empezar, porque es un tema complejo que aburriría soberanamente al auditorio, y para concluir porque los cazacuentos son una especie prácticamente extinguida.

Existe un segundo método que permite, con gran margen de seguridad, la captura de un bello ejemplar de cuento silvestre: hacer sonar un cascabel recién abierto en el momento justo en que aterriza el primer rayo de sol dominical.

Pero ¿quién cultiva cascabeles hoy en día? Las matas de cascabel exigen tantos cuidados, tanta sensibilidad y tanto tiempo que... si acaso, poetas jubilados dotados de gran longevidad y de demostrada vocación botánica.

De cualquier manera, un cascabel regalado -aun cuando conservase su fragancia y resonancia de recién nacido- no funciona igual.

A los cuentos silvestres hay que seducirlos, hay que conquistarlos, hay que darles algo muy valioso de uno mismo. Ese algo tiene que ser, como en el amor, genuino y ardiente, pero siempre diferente; como nueva tiene que ser la forma de aproximación. Es por eso que, fuera del cazacuentos o el cascabel recién abierto, los demás métodos de captura de cuentos silvestres sólo puede utilizarlos una única persona y por una única vez.

Ante circunstancias tan restrictivas, se preguntarán ustedes, cómo es posible que haya tantos libros de cuentos rodando por este mundo.

No tendré más remedio que confiarles que hay gentes, indignas de la denominación de cuentistas y cuenteros, que lejos de cazar auténticos cuentos silvestres, los cultivan, simple y llanamente; valiéndose de ingredientes sintéticos, de mejunjes espurios o de olvidadas recetas de alquimistas empeñados en conseguir la famosa piedra ficcional.

Es obvio que ningún cuento de cultivo puede igualar en vigor del vuelo y belleza del canto a un verdadero cuento silvestre. Pero los advenedizos consiguen imitarles el peso del tema, la envergadura de la trama, el colorido de los personajes o la armonía de la prosa. Así, los falsos cuentos engañan a padres, a maestros y bibliotecarios, a editores y críticos... e incluso, a veces, a los niños.

Sin embargo, los peores falsificadores de cuentos son los que, dejando de lado todo escrúpulo, utilizan trampas para capturar cuentos. Estos últimos, aparte de malvados, son tontos.

¿Cómo pretender que un cuento silvestre pueda vivir en cautiverio? ¿Cómo creer que un cuento va a amarles después de haberlo atrapado no sólo mediante engaño sino con la finalidad de mantenerlo enjaulado?... Y finalmente, ¿qué se puede hacer con un cuento encerrado, sometido; un cuento que no puede volar, cantar, perfumar y encantar a todos con sus transformaciones?

La captura de cuentos silvestres no tiene nada que ver con la cacería de animales salvajes. Cuando uno doma a un cuento, no lo despoja de la vida y ni siquiera de su libertad. Cuando uno adopta un cuento silvestre, lo hace feliz porque le quita su único defecto, su desgracia natal: lo arranca del anonimato, de la soledad, del silencio en que hasta entonces había vivido.

Cuando uno se hace con un cuento silvestre es para compartirlo, para volverlo visible, para darle una forma que todos puedan ver, una voz que todos puedan escuchar; para marcarle un origen a partir del cual el cuento -ya no más silvestre y solitario, sino literario y público- puede comenzar a vivir su propia aventura: una aventura siempre cambiante, una aventura que es otra con cada lectura, con cada lector.

Joel Franz Rosell

CÓMO CAZAR UN CUENTO SILVESTRE fue originalmente un artículo publicado en la revista española Peonza, en 1996 y posteriormente incluido en La literatura infantil : un oficio de centauros y sirenas. Buenos Aires. Lugar Editorial, 2001.



lunes, 16 de marzo de 2015

un misterioso cuento para la primavera: "Dopey desaparece"

“Dopey desaparece”



        –Si Isel se antoja de jugar a “Papá y Mamá” o “Al médico”, yo seré el papá o el médico –me advirtió Rubén antes de salir de casa–. Ella será la mamá, por supuesto, y como no puede haber dos papás ni dos médicos, tú tendrías que ser nuestro hijo, sano o enfermo…

Mi hermano siempre ha sido bastante mandón. Y yo, no es que me guste obedecer, pero menos me gusta discutir; así que tuve que decir que sí.

Cada vez que íbamos de visita, Mamá nos recordaba que debíamos ser amables y corteses, comernos todo lo que nos ofrecieran, bebernos todo lo que nos dieran y no contradecir a los dueños de casa. Pero aquella visita era especial porque la familia de Isel era “repatriada”.

A ti esa palabra no te suena porque ya no se usa. Pero en aquella época, cualquier niño sabía lo que era una familia “repatriada” porque cada vez que aparecía alguna, se hablaba mucho de eso.

Lo que te cuento ocurrió en 1965.  Entonces, cada vez que volvía de Estados Unidos alguno de los muchos que habían huido de la tiranía de Batista, lo celebraban como a un héroe. Pero eso solo duraba los primeros días y después cada quien volvía a sus cosas.

Mi mamá, en cambio, había decidido que Isel, su hermana Evita y los padres de ambas necesitaba más que un cálido recibimiento. Ya hacía como dos meses que habían llegado al barrio y todavía, según ella, necesitaban ayuda para “reintegrarse”.

Repatriada, reintegrarse… Tal parecía que aquella no era la familia Rodríguez sino la familia Rerre… 

Y el domingo en que comienza esta historia, fuimos todos de visita a casa de la familia Rerre.


Al principio mi hermano se negó. Que en la escuela, durante el recreo, nosotros jugáramos con Isel y con otras niñas, podía ser. Pero en su casa, no. Porque en sus casas las hembras juegan a las muñecas, y ¡eso sí que no! ¡Un niño de 9 ó 10 años no juega a las muñecas!

Sin embargo, mi hermanita, que ya había ido a jugar con la más chiquita de las repatriadas, habló de una enooorme caja llena de juguetes… y mi hermano dejó de protestar.

Mientras las mamás conversaban en la cocina y los papás se ponían a arreglar no sé qué en el cuarto de desahogo, mi hermana y Evita se quedaron en el pasillo, colectando hojas para jugar a los cocinaditos, y mi hermano y yo seguimos a Isel hasta su cuarto.

Lo primero que vimos fue una muñeca increíble: era tan alta como mi hermana. Decía “Mamá”, “Papá”, “Hola” y “Gracias”, y caminaba, despacito, cuando le dabas la mano y tirabas de ella.

–¡Prohibido jugar a las muñecas! –me recordó mi hermano en un susurro.

–¡Claro! –respondí.

Pero una muñeca como aquella no se veía todos los días y no pude resistir la tentación de darle un jaloncito.  Debo haber tirado demasiado fuerte porque la muñeca se cayó. Rubén la atrapó antes de que golpeara el suelo con la frente y la puso de nuevo en pie. Pero así y todo, la muñeca lloró, como denunciándome.

–¿Qué te dije? –me regañó mi hermano.

–No importa –intervino Isel–. Pasa todo el tiempo. Tiene los pies demasiado pequeños…

En el cuarto había otras muñecas, normales, y un montón de animales de peluche: ositos, conejos, gatos, ardillas y otros que no pude identificar. Daba muchas ganas de jugar con ellos, pero no me atreví a mover un dedo antes de saber si mi hermano los juzgaba aceptables.

No llegué a saberlo, pues en ese momento Isel sacó la famosa caja de juguetes de debajo de la cama.

Era casi tan larga y ancha como la cama misma y estaba tan llena que pesaba un montón. Pero como tenía rueditas, salió de un tirón y, ante nuestros ojos deslumbrados, apareció la mayor cantidad y variedad de juguetes que hubiésemos visto en nuestras cortas vidas.

Había de todo, en plástico, madera, lata y goma: cubos para armar, muñecas pequeñitas, animales de todas clases y colores, una carreta con bueyes y vaqueros, unos indios con tipi y todo, dos autitos de color rosa y violeta (lo que, según mi hermano, indicaba claramente que eran para niñas) y, sobre todo, un montón de personajes de dibujos animados entre los que reconocimos inmediatamente a Mickey Mouse, el Pato Donald, Bugs Bunny, Dumbo, Blancanieves y los siete enanitos…

Blancanieves tenía los mismos colores que en la película, pero los enanitos eran de simple goma color crema. Pese a ello, mi corazón dio un vuelco cuando identifiqué a Dopey, mi preferido.

Dopey es el más joven de los siete enanitos, tiene una sonrisa encantadora, un ropaje que le queda demasiado grande y unas orejas tan grandes como las mías. En la película se ve bastante tímido e ingenuo. O sea, igual que yo… aunque en esa época yo todavía no conocía estas palabras.

Escogimos los juguetes con los que íbamos a jugar: Rubén cogió un Robin Hood y lo montó en un caballo blanco que le quedaba un poco chico, Isel prefirió una princesa, que no supe si era la Bella Durmiente o Cenicienta, y la metió en una carroza anaranjada, parecida a una calabaza (me dije debía tratarse de Cenicienta, pues Isel era una niña muy coherente).  Yo me quedé con Dopey, por supuesto, y como los otros insistían, lo acompañé de una ardilla de terciopelo dorado que era casi mayor que él.

Armamos un escenario bastante loco donde se codeaban un castillo medieval, tres cactus del Far West, varios vagones de un trencito eléctrico que montamos sobre un tramo de línea en curva (no hubo manera de que diéramos con la locomotora), jirafas, elefantes y leones (Isel no supo decirnos si poseía un Tarzán) y una muñeca muy grande, que apoyamos en la cabeza y los pies, con la cintura doblada, y que cubrimos con una toalla carmelita para que sirviera de montaña.

Jugamos durante una hora por lo menos. Imaginamos una historia de muchacha secuestrada (la princesa, Cenicienta o Bella Durmiente) por un malvado (le echamos mano a un Batman que había perdido la cabeza y la sustituimos por un dedal). Ese malvado, que propuse llamar La Máscara de Hierro, encerraba a la muchacha en un tren abandonado en pleno desierto. Robin Hood llegaba en su caballo Estrella, y con la ayuda del astuto Dopey y su ardilla voladora (otro invento mío), salvaba a la princesa. La batalla final fue un sangriento combate entre los elefantes, jirafas y leones amaestrados por La Máscara de Hierro, y unos indios de pasta (venían en grupos de cuatro, con los pies pegados a una planchita del mismo material) que formaban la tribu de los Cortadores de Cabezas de Sherwood (invento de mi hermano). A Isel no le gustó demasiado que hubiera tantos muertos en el combate, y tuvimos que aceptar que al final la Princesa y Robin se casaran y se dieran un beso como en las películas.

En ese momento nos llamaron a merendar por tercera vez.

–¡Recojan los juguetes de una vez! –exigió la mamá de Isel.

Cogimos los juguetes a puñados y los tiramos en la caja que, con tal amontonamiento, tuvo dificultades para deslizarse bajo la cama.

Yo hasta el último momento mantuve a Dopey en mi mano y, juro que sin pensarlo, me lo metí en un bolsillo.

… Bueno; tanto como sin pensarlo, no…

Desde que lo vi por primera vez, sentí que tenía que ser mío. Yo no quería robárselo a Isel, pero una vocecita insinuante empezó a decir en mi cabeza que a ella no le hacía falta, que las repatriadas tenían tantos juguetes que ni cuenta se iban a dar de la ausencia del enanito. Es más, seguía diciendo la voz tentadora, ellas ni se han percatado de su existencia. Nada más había que ver sus tristes ojos, concluyó la voz: se veía que estaba sufriendo, abandonado en ese cajón repleto y oscuro.

“¡Dopey me necesita!”, decidí.

Pero cuando me lo metí disimuladamente en el bolsillo, mi corazón se puso a saltar y mis orejas cogieron fuego. ¿Y si alguien se daba cuenta? ¡Qué vergüenza tan grande! Mi madre me obligaría a devolverlo y a pedir perdón delante de todo el mundo. Isel me iba a mirar con lástima y Evita, con asombro. Mi padre me iba a castigar a pasar el domingo en el rincón más aburrido de la sala; lejos de donde mi hermano y mi hermana estarían jugando, mirando la televisión o comiendo chicharritas.

Y Dopey estaría más triste que nunca, porque no solo estaría de nuevo en el cajón, perdido en medio de tanto juguete inútil, sino que sufriría pensando que, por su culpa, yo estaba castigado. ¡Jamás volverían a invitarme a casa de Isel, jamás se repetiría aquella ocasión de ser libre y jamás volveríamos a vernos!

Tan angustiado estaba que no pude terminar mi queque con guayaba ni mi refresco de mamoncillo. Pero nadie se dio cuenta porque mi hermano los terminó por mí.

Hasta el momento en que salimos por la puerta estuve temblando, temiendo que en el último momento alguien dijera: “¿Me enseñas eso que tienes en el bolsillo?”. Pero tampoco estuve más tranquilo en el camino de regreso, porque en cualquier momento temía oír la severa voz de mi padre o la indignada voz de mi madre ordenando: “¡Enséñame lo que tienes en el bolsillo!”.

Ni siquiera volví a respirar normalmente cuando llegamos a casa y nos quitamos la ropa de visita para ponernos un short y un pulovito de todos los días, pues quedaba la posibilidad de que mi hermano dijera, con voz burlona: “¿Me vas a enseñar lo que tienes en el bolsillo o no?”.

Rubén y yo estábamos juntos en quinto grado, pero él me lleva un año. Es que cuando estábamos en segundo, vivíamos en un pueblito de montaña donde la única escuela solo tenía un aula, y todos los niños recibían clases juntos. Por eso, cuando volvimos a Santa Clara, mi mamá nos matriculó a los dos en tercer grado.

Pero aunque estudiáramos la misma cosa, no jugábamos siempre a lo mismo, ni con los mismos amigos. A veces él se iba a practicar pelota o a mataperrear con los “Mándale-el-viaje”, como les decía mi abuela a sus amigotes, y yo me quedaba en casa, jugando solo. O me iba a jugar con un vecinito.

La primera vez que esto ocurrió desde que Dopey estaba conmigo, me atreví a sacarlo a la luz del sol.

Íbamos a hacer una carrera de carritos. Yo tenía una camioneta verdeazul, Jorge tenía un descapotable rojo y otro chiquito tenía un camioncito verde. Todos de lata, del tamaño de un zapato, con ruegas de goma y con motor de fricción. Así que los amarramos con una pita y comenzamos a correr tirando de ellos; desde el portal de mi casa hasta la esquina, donde debíamos doblar y volver al punto de partida. El ganador sería el que diera las tres vueltas más rápido y sin que se le volcara el carrito.

Mi camioneta verdeazul cargaba habitualmente seis cantinitas de leche. En su lugar instalé a Dopey.

– “Con tu ayuda” –le susurré–. Vamos a ganar la carrera.

En la primera vuelta, le saqué ventaja a Jorge. En la segunda vuelta, quedé empatado con el chiquito del camión verde. Y en la tercera llegué delante.

–¡Ganamos, Dopey! –grité.

Pero cuando me volví para festejar nuestra victoria, descubrí que mi camioneta estaba vacía. Volví sobre mis pasos, pensando que Dopey se había caído en la recta final.

Pero no lo encontré. Y Jorge y el chiquito del camión verde, demasiado atentos a sus propios carritos, no lo habían visto. Revisé cuidadosamente el trayecto; sobre todo la esquina. Allí doblábamos a toda velocidad y Dopey podía haber salido despedido de la “cama” de la camioneta.

Mis amigos me ayudaron a buscar: entre las maticas que crecían en el sitio donde se acababa la acera, en la cuneta… Especial atención dedicamos al tragante: las ranuras entre sus barras de acero parecían demasiado estrechas para dejar pasar a Dopey, pero no paramos hasta conseguir que un grande que pasaba por allí nos ayudara a levantar la pesada reja de hierro para mirar bien debajo.
Le dijimos que se nos había perdido una peseta de plata, de las antiguas, y él mismo nos ayudó a sacar los papeles sucios y las hojas secas, que era lo único que había en el fondo.

¡La misteriosa desaparición de Dopey me tuvo sin sosiego durante días! Cada vez que pasaba por la acera, por la esquina… yo miraba atentamente, con la absurda esperanza de verlo reaparecer.  Llegué a sospechar que Jorge o el chiquito del camión verde se lo habían cogido.

Pero Jorge me recordó que él era mi mejor amigo, y el chiquito juró por su madre y por “que me caiga muerto aquí mismo”, dándole un beso a una medallita de la virgen, que él no había sido.

Les creí. Y más cuando, esa misma noche, soñé que Dopey me decía adiós antes de reunirse con los otros enanitos. Por encima de sus espejuelos, Doc me lanzó una mirada severa.

Dos días después, en casa de Isel… vi a Dopey en la caja de juguetes.

No me atreví a mirarle a la cara. No me atreví a cogerlo. Confuso, revolví los juguetes para que lo taparan, y le propuse a Isel que jugáramos al parchís.

No pasó mucho tiempo antes de que le confiara a mi hermano lo ocurrido.

–Me castigó por haberlo robado; por separarlo de los otros seis enanitos –dije a punto de echarme a llorar.

–¡Mira que tú eres bobo! –se rio Rubén–. Había algunos enanitos repetidos en la caja de Isel. Yo por lo menos vi dos Doc y dos Gruñón. Por eso viste un nuevo Dopey. El tuyo se perdió simplemente. Se fue por la alcantarilla para abajo o qué se yo…

No le creí. Como no he creído nunca que mi enanito simplemente se perdiera.

Todavía hoy, después de tantos años, estoy convencido de que Dopey se escapó y regresó a la caja de juguetes de Isel, porque extrañaba a los otros enanitos que, al fin y al cabo, quería tanto como quizás nunca me quiso a mí.


THE END


(Cualquier semejanza con hechos o personas reales no es casual, pero tampoco ha de creerse que los acontecimientos narrados ocurrieron tal como han sido referidos ni que los protagonistas son tales como aquí se pintan. No obstante, el autor asume la entera responsabilidad por las consecuencias de su publicación)


Incluido

en la antología "Mi juguete preferido". Editorial Gente Nueva. La Habana, 2014





Joel Franz Rosell

París, 5 de abril de 2013

mi primera máquina (1975-1979)

mi primera máquina (1975-1979)
biblioteca martí, santa clara, cuba, 1993
Comencé a escribir a mano, claro. Primero con lápiz (usaba los de dibujo, de mina muy dura, para no tener que estar sacando punta continuamente; así comencé a gastarme la vista y a los 15 años ya usaba gafas -"espejuelos" decimos en Cuba- de aumento). Luego pasé a los por entonces escasos bolígrafos. Cuando a mediados de los años 1970 quise comenzar a compartir mis escritos con los colegas de taller de escritura o presentarlos a premios literarios, comencé por acudir a alguna colega o amiga mecanógrafa. Una bibliotecaria de Sala Juvenil de la Biblioteca Provincial de Santa Clara tecleó mi primera novela (que ilustré... a mano, claro) y mandé al Premio UNEAC 1977. Pero mis obras eran largas y ella tenía mucho trabajo. Así comencé a teclear yo mismo en la Underwood de la foto: una máquina prehistórica, pero muy bien cuidada y de tipos redondos.
Fue al año siguiente que un amigo mexicano que partía de vacaciones, me dejó su moderna máquina portátil. En ella aprendí a teclear según las reglas del arte y mecanografié mi segunda novela, por primera vez de la primera a la última letra.
De mis máquinas posteriores no guardé ni el recuerdo de una foto, y tampoco de la máquina electrónica que utilicé durante mi estancia en Brasil '1989-1991) ni de mi primer ordenador, un Compaq portable que me acompañó 8 años. Pero esta ya es otra historia, porque en él comencé a escribir directamente sobre un teclado; abandonando para siempre la versión manuscrita previa y el enojoso mecanografiado ulterior
Lo dicho; esa es otra historia.

traducido a persa, hindi, coreano, tamul, catalán y tantos otros

traducido a persa, hindi, coreano, tamul, catalán y tantos otros
Olinda, la bella durmiente fue mi primer artículo publicado en el Correo de la UNESCO, me procuró traducciones a decenas de lenguas... en las que a veces ni siquiera supe separar mi nombre del título del artículo

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